lunes, 28 de febrero de 2011

La playa en blanco y negro – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman


Alina caminaba por la playa oscura entre destellos de luces que chispeaban intermitentes en los edificios cercanos. No sentía miedo y la soledad apenas le pesaba en el alma, tal vez porque esa soledad venía de afuera, era ajena a ella. Estaba triste, sin embargo, y todavía no lograba determinar las razones por las cuales se había embarcado en ese loco viaje, tan lejos de su hogar y sus afectos. ¿Por qué sola? ¿Por qué a un país tan remoto? La distancia es un ruido fuerte y seco, reflexionó. Giró la cabeza hacia la rambla y vio algunas sombras difusas recortadas contra la luz de las farolas, caminando sin prisa, en contraste con las ráfagas mecánicas de los automóviles que pasaban a toda velocidad por la avenida. Antes de caminar hacia la orilla, apreció una vez más la belleza de los edificios, pintados en todos los tonos pastel imaginable: suaves amarillos, tenues verdes, azules sutiles y esfumados. Luego, sin pensarlo de nuevo, dirigió sus pasos hacia el mar.

Salomón había iniciado la diaria rutina. Desde hacía quince años, todo el tiempo vivido en la calle como vagabundo, se bañaba cuidadosamente cada noche, usando una botella de agua mineral cortada al medio. Vagabundo, pero también limpio, se dijo, con una sonrisa interior. Sin embargo, cuando levantó la vista para elegir el punto de la pequeña cascada de agua dulce que venía vaya a saber de dónde —nunca se lo había preguntado, solo era su ducha nocturna—, y miró el pequeño túnel de donde provenía el agua que aliviaba su cuerpo, sintió un dejo de felicidad al percibir algo extraño en el aire, un olor, un sabor desconocido. Y no tardó en divisar a la muchacha que caminaba sin apuro al encuentro del océano. Vaya, pensó Salomón, ¡cuánto hace que no estoy con una mujer! Dejó que el agua corriera por su cuerpo, produciendo sensaciones placenteras en la piel tersa y morena. A pesar de los sesenta y ocho años que pesaban sobre él, los músculos seguían siendo duros y la energía no lo había abandonado. Volvió a levantar la vista para comprobar si la mujer aún estaba en la playa y la vio inmóvil, como hipnotizada frente a las orlas de espuma que iban y venían, resistiendo el tirón de la marea. Parecía rodeada de luz blanca, por lo que Salomón se refregó los ojos con los puños, ahora limpios, libres de arena. Era cierto que había tomado demasiada cerveza, incapaz de resistir la invitación de Xavier, pero no estaba viendo visiones, de todos modos. Se rascó la cabeza, invitando a los recuerdos de otros tiempos, cuando él mismo era uno de los capitanes de la arena que Amado retrató en su libro inmortal. ¿Qué más daba si las cervezas habían sido cinco o seis? La muchacha era material, corpórea, y no parecía temerle a la gran masa de agua que preparaba sus fauces para tragarla. Arrojó el resto de agua de la media botella sobre su espalda y suspiró.

Entretanto, Alina se deslizaba, tranquila, ajena a las miradas y las reflexiones de Salomón. Sus pensamientos iban en otra dirección. ¿Por qué vine a este lugar? Probablemente escuché una voz invisible que me llamaba. ¿Es eso posible? ¿Acaso el mar me reclama? Varias veces en su corta vida había experimentado visiones confusas, para las que no tenía explicación alguna, aunque la perturbaban, a la vez que las sentía tan de ella. ¿Pertenecían a otra vida? ¿O llegaban desde su futuro? Fuera lo uno o lo otro, siempre le dejaban un sabor a rareza, un poco de angustia y también algo de alegría. Levantó la vista y dejó de mirarse los pies, festoneados de espuma, y por primera vez vio al negro alto que se confundía con las sombras. El hombre era apenas un encaje de brillos que delataba el agua cayendo con desparpajo por su cuerpo, que se movía como impulsado por un ritmo secreto. Alina lo vio compenetrado en su tarea y sonrió interiormente. La mano alzada sobre la cabeza dejaba caer el líquido del improvisado duchador, mientras que con la otra se masajeaba la piel. ¿Qué pensará?, se preguntó la mujer. En ese mismo momento, el hombre alzó la vista y por un instante las miradas se encontraron. La de él era potente, profunda, un poco triste, quizá. La de ella fluctuaba entre la inquietud y el temor.

¿Quién es? Salomón se dejó deslumbrar por la luz emanada por el vestido blanco que, cuando la ola se deshacía en millones de trazos de espuma, se esfumaba en una nada inexplicable. ¿Acaso Iemanjá regresa a su hogar luego de pasar una temporada en tierra firme? ¿O debo pensar que es una simple mortal dispuesta a cometer un disparate? Dejó que esos dos pensamientos lucharan en su mente y no oyó el penetrante sonido que venía del mar. Alina, en cambio, sí lo oyó, miró hacia un costado y sonrió, como si el gesto sirviera de explicación y excusa. ¿Es esto lo que quiero, lo que estaba buscando? Dio otro paso y las olas se abrieron, invitándola a entrar.

Es la diosa, ¡sí!, pensó Salomón. Iemanjá regresa a sus dominios. No debo sentir inquietud alguna. ¿Querrá Xavier invitarme otra cerveza? Oscuros como la noche, una nueva riada de pensamientos ocupó la mente del viejo negro. Y cuando volvió la vista hacia el lugar que un minuto antes ocupaba la muchacha, sólo vio el reflujo que arrastraba algunas latas, una corona de algas, un puñado de basura y el vestigio lunar de un millón de sueños incumplidos que él no supo o no quiso desentrañar.

Sergio Gaut vel Hartman
Betina Goransky

Última etapa – Armando Azeglio & Sergio Gaut vel Hartman


Aunque no era consciente de ello, Salomón Cohen forjó toda su vida como una extraña intersección entre ajedrez y literatura. Y siempre supo que eso podía ser una herramienta para mantenerse vivo.
En 1942, durante las gélidas noches de silencio derruido, dentro del amurallado gueto de Varsovia, mientras los nazis ocupaban la ciudad, aprendió de Pinjas Piesejovich el paulatino arte del ajedrez. Empezó con piezas de madera y terminó jugándolo con soldados alemanes. Al principio se limitó a organizar el tráfico de alimentos desde el exterior al gueto; luego organizó fugas humanas que cubría con los disparos realizados contra los germanos utilizando una ametralladora de asalto rusa que en sus manos se negaba a permanecer callada. Mientras lo hacía, repasaba en su mente la crónica de un horror que no podría ni querría olvidar.
Desembarcó en el barrio judío del Once a finales de los cuarenta; buscaba unos parientes a los que nunca encontraría, por lo que se vio obligado a vender telas para sobrevivir, llegando, una vez más, al límite, vertiginosamente. El recuerdo de lo ocurrido en Varsovia hacía insomnes sus noches. ¿Se puede conjurar el olvido cuando el dolor queda grabado en la memoria celular? Descubrió a Arlt primero, a Israel Regardie después, para abrirse al escaso placer y al mucho dolor que el nuevo país le proponía. Pensaba en Najdorf y los muertos de los campos, y la herida permanecía abierta.
La década del setenta lo sorprendió secuestrado por un escuadrón del Ejército Revolucionario del Pueblo; lo acusaban de capitalista y explotador. Cohen, sin inmutarse, pidió lápiz y papel y empezó a escribir sus memorias. Descubrió quien era el enemigo, y aunque todavía no existía el término “síndrome de Estocolmo”, empezó a sentir simpatía por sus captores. Luchaban contra el mismo monstruo que él combatió durante la guerra; solo el nombre y la forma se habían modificado. Pero no era sencillo, en cambio, alterar el pensamiento dogmático: la Revolución está primero y él no podía demostrarles que todavía era un luchador antifascista, que la venta de telas y el éxito económico no lo dejaban en la vereda equivocada.
Tal vez fue por azar, quizá un hilo suelto de la trama. Un día, mientras hurgaba en sus recuerdos para reconstruir un episodio particularmente sórdido de los tiempos del gueto, dejó que su mano dibujara libremente un tablero de ajedrez. Sesenta y cuatro casillas en perfecta simetría y un puñado de piezas que componían la intrincada posición de una partida en la que Pinjas, luego de sacrificar una torre y un alfil, lo había acorralado, como ocurría casi siempre. No obstante, aquella vez, una alarma había interrumpido el juego y Salomón tuvo la sensación de que si hubiera podido proseguir la lucha habría logrado rechazar el ataque e imponerse gracias a la superioridad material de la que disponía. Pinjas no sobrevivió a ese episodio y aquella posición había atormentado a Cohen hasta convertirse en algo obsesivo y recurrente. Fue al rememorar aquello que la configuración regresó a su mente y volvió a percutir en su cerebro de un modo tan arrollador que no advirtió que el jefe del escuadrón del ERP, al que llamaban “Comandante Rafael”, lo contemplaba en silencio, ubicado a sus espaldas... un silencio que el revolucionario rompió con una inesperada observación.
—¿Qué hubiera pasado si movía el caballo? Las blancas no habrían podido capturarlo porque la dama negra hubiera quedado clavada por la torre. No sólo se perdía más material sino que desaparecía la presión.
Salomón Cohen escuchó la parrafada sin girar la cabeza, pero cuando finalmente lo hizo, miró a Rafael con una mezcla de suspicacia y satisfacción.
—Es obvio que usted es un jugador de buen nivel.
—Aceptable —respondió el revolucionario encendiendo un cigarro—. Eso no lo exime de la acusación que hemos hecho.
—No, pero ahora puede permitirse ver las cosas desde otro lado, con otra perspectiva. ¿No me cree cuando le digo que combatíamos al fascismo como lo hacen ustedes y por motivos semejantes?
—Lo estamos juzgando por el aquí y ahora —agregó Rafael con dureza—, no por su maravilloso pasado. Y a pesar de que le creo, eso no cambia las cosas. Hay reglas.
—Entonces mire la partida. ¿Qué ve?
El comandante se movió con brusquedad, quedó frente a Salomón y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas; empezó a mirar el tablero dibujado desde la posición de las blancas. —Su adversario era el de las blancas, ¿verdad?
—Pinjas Piesejovich; murió peleando contra los nazis. Yo me salvé porque no me tocaba morir.
—Las negras están perdidas —dijo el comandante—. Si usted hubiese movido el caballo, la dama blanca no estaba obligada a capturarlo. Con retirarse por la diagonal dominando la columna en la que estaba el rey negro…
—¿Se da cuenta ahora?
—Pero usted creía que había una salida —protestó el comandante—, que podía ganar la partida, y eso no es cierto.
—¿Está seguro? Mire. —Cohen hizo un bollo con el papel en el que había dibujado el tablero e hizo el ademán de meterlo en la boca para comerlo—. Tampoco tenía que perderla, necesariamente. ¿Tablas? —Tendió la mano. El “Comandante Rafael”, tras vacilar un momento, sonrió y se la estrechó con firmeza.

Armando Azeglio
Sergio Gaut vel Hartman

Viajera involuntaria – Gabriela Baade & Sergio Gaut vel Hartman


En París comí una paloma rostizada embadurnada en manteca. Tanta manteca tenía la pobre que ni se podía equivocar. Era un restaurante muy paquete que se llamaba Luis XV, el rey padre del decapitado. La paloma también estaba decapitada. En la mesa de al lado, un grupo de japoneses comían con las manos de una fuente enorme y plateada llena de ostras, hielo, caviar y otras cosas acuáticas. En otra mesa, al fondo, cenaba una actriz francesa vieja, muy conocida, de la que no logro recordar el nombre. Yo bebí champán de la viuda etiqueta naranja: un ricor, y comí croissants, muy mantecudas, deliciosas. Fue la primera vez que tuve granos y eso que ya andaba por los treinta y cinco añitos. Después viajé a Praga, y allí todo fue diferente. La manteca brillaba por su ausencia, y brillaba tanto que llamó la atención del golem. Por ese motivo aquí me tienen, escapando por las callejuelas de Praga. A veces tropiezo con personajes extraños, como un cascarudo enorme que discursea en alemán y me explica que él es el personaje principal de una famosa novela corta. ¡Habrase visto! Escarabajos protagonistas de ficciones pergeñados por escritores estrambóticos. Pero no tengo tiempo de investigar. Sigo huyendo del golem. Un checo muy simpático me explica que ya nadie recuerda cómo desactivar al golem y que desde que murió el rabino Löw el engendro vaga por las calles buscando turistas para cenar. Recuerdo París y la paloma rostizada y no puedo menos que solidarizarme y arrepentirme. Hasta la actriz y los japoneses terminan resultándome simpáticos.
El escritor estrambótico —dice que se llama Franz Kafka— me asegura que yo también he sido víctima de una ficción, que me despertaré en cualquier momento o algo así. ¡Dios lo oiga! Y lo digo con todas las letras, a pesar de que soy más atea que el mismísimo Creador del universo. Mientras tanto, sigo sin poder detenerme y me voy para Almaty, en Kazajistán. ¿Alguien puede imaginar con qué me encontraré?

Gabriela Baade
Sergio Gaut vel Hartman

Escarabajo de incógnito – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Gregor Samsa era un escarabajo que trabajaba de cucaracha en una fábrica de insecticidas especiales. El químico general de contiendas blaterísticas, un tal Franz Kafka, si nos atenemos a su declaración testimonial y no lo consideramos un apodo, usaba a Samsa y su team de cucarachas suicidas para probar todo tipo de productos químicos que aniquilasen a los temibles insectos, con resultados la mayoría de las veces fallidos. Y aquí debo aclarar que tenían éxito en menos del diez por ciento de los casos, de modo que se descartaban las moléculas y se las reemplazaban por otras, o por isómeros de nombres crepusculares y malditos.
El día más feliz de la vida de Kafka pareció llegar cuando logró la aniquilación completa de Samsa y sus valientes, quienes fenecieron a manos de una hípermolécula encerrada en nanoestructuras de carbono berilio, pero cuando fue puesto a la venta, el insecticida comenzó mal su temporada de cucarachicida, ya que mataba a todo bicho que andaba por el suelo, bebés incluidos, y dejaba a los blátidos indemnes.
La autopsia realizada sobre el cadáver de Samsa reveló lo que usted lector (y nosotros, los autores) sabemos (y ya hemos dicho al principio, ¿hay necesidad de ser reiterativos?): que Gregor era un escarabajo, a raíz de lo cual Kafka huyó a Praga, Bohemia, se dedicó a escribir y estudió entomología internacional comparada. De estas tres cosas floreció, si debemos aceptar la opinión de los psicoanalistas que lo trataron, su pulsión contra los seres de más de cuatro patas.
Por si esto fuera poco, Samsa, resurrecto, lo acosaba vestido de fantasma, día y noche. La vez que se le apareció como un elemento de electrónica integrada de memoria en un cráneo de cuervo boreal, Kafka tuvo la visión de que se transformaba en cucaracha y de ahí surgió una de las narraciones más extrañas de que se tuvieran noticias.
Se dice que el escritor, exquímico general de contiendas blaterísticas, terminó sus días abrazado a Samsa en algún lugar de la muralla china hasta la que viajó para eludir un operativo conjunto de la Mosad, la KGB, la CIA, INTERPOL, el FBI y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, quienes lo andaban buscando por evasión de impuestos a las ganancias derivadas de las regalías percibido por el cuento sobre la máquina de torturas que la Cúpula de Magnates Poderosos reclamaba como de su exclusiva invención.
Dicen que el genial escritor está enterrado en una tumba convencional de operarios de la muralla china del siglo XII de la era cristiana, pero es improbable, porque, como todos saben, Kafka era judío.

Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Ferromaníaco – Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman


Vi los vagones aplastados como si fuesen de papel y me eché a llorar. No me importaban los muertos, por cierto; lo que me hacía hervir la sangre en las venas era mi afición al ferromodelismo. Pero el asceta que meditaba sobre el obelisco de lajas no conocía mi afición.
—El dolor es inevitable —dijo el santo varón—; el sufrimiento es optativo —agregó descendiendo de las alturas.
—¿Le parece? A mí me gustaría tener superpoderes para detener las formaciones como Superman, ¿entiende?
—Aunque nunca podamos evitar el dolor —replicó el santón sin hacerse cargo de mis palabras—; debemos aprender a mantenernos positivos y ser agradecidos.
—Sí, supongo que tiene razón –acepté, sabiendo que quizás ya nunca podría ver los trenes de la misma manera.
—Ve, ya ha comprendido. Todo en este mundo son pruebas y cada uno tiene su misión. La suya es aprender, la mía es enseñar con los métodos a mano. —Al finalizar su discurso, el recto varón arrojó lejos la palanca de cambio de vía que había arrancado de cuajo para facilitar el choque de las formaciones. Luego levantó vuelo, dejando ondear su extraña capa y su aureola, hasta perderse en el horizonte.

Alejandro Bentivoglio
Sergio Gaut vel Hartman

Compleja coyuntura idiomática generada por el presidente de una monarquía – Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


—¿Qué quieres que te diga? Blecua, ese truhán de alta gama, me descuartiza el guión. Sólo puedo esperar que cuando visite a mi ex-mujer para decirle que la niña se deje de joder con los piercings, ella esté presente para servirme un café. Y si le pido 1 o 2 cucharadas de azúcar en éste, que no me ponga 102, pues resultaría demasiado dulce.
—Hombre, que la llevas a la tremenda. Recuerda que tienes una nueva novia, una niñata sexi, más sensual que la Angelina Alegría.
—Lamentablemente, si es sexi no es sexy, ¿de qué hablas?
—¿Sexy? ¿Con ye?
—Mira, chulengo; antes, con la i griega, me ponía. Ahora me resulta más fría que un combate de judo. Hablaré con mi manager, a ver qué dice de todo esto. Mientras lo hago, me relajaré escuchando a Tchaikovsky.
—¿Y ese quién es? Vaya nombre horrible que le han puesto al pobre.
—Te diré que ya lo tenía, pedazo de bruto. Eso es lo que consigue la RAE con las nuevas disposiciones.
—¿La RAE? ¿La mismísima Revolución Anarquista Express?
—No, idiota.
—¿La Representación de Anabolistas Empalmados?
—Tampoco. Mejor déjalo así. Nunca me fié de la RAE, por eso huí de ella hace tiempo. Que por cierto ¿desde cuándo eran con tilde, si son monosílabos y no hay diacrítica que valga? Porque, aún en el caso de fié, el presente de subjuntivo, fíe, sí lleva tilde porque es hiato.
—Perdóname, pero eso es chino básico para mí. Y si te puedes ir ya mismo te estaré eternamente agradecido. Norma está por llegar y no me gustaría que te vea. Ya sabes: ella te considera una mala influencia, un intelectual sabiondo y…
—Vale, vale. En fin. No importa. Tú sigue intentando cumplir con esa Norma, o con cualquier otra; has nacido cuadrado y cuadrado morirás. Imagina que sólo estaba bromeando. ¿Qué diferencia puede hacer para ti, que no distingues un palo de una pértiga y un rato de un ratón?
—¿Harás algo al respecto?
—Tal vez, tal vez haga algo.
—¿Cómo qué?
—Lo asesinaré a Blecua.
—¿Eso harás? ¿Estás loco? ¿Por qué?
—Será en defensa propia, antes de que él hasesine al pobre idioma.

Javier López
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 26 de febrero de 2011

El ángel terrible I - Daniel Frini


El hombre amaba los textos de Yasunari Kawabata.
Llevado por su «País de nieve», viajó a Japón y visitó, en enero y con un frío intenso, las montañas donde jóvenes mujeres vírgenes, en la penumbra de sótanos asfixiantes de humedad y calor, sumergen los capullos en agua hirviente, devanan la seda Chijimi y tejen las finísimas telas que luego son puestas a secar, un día y una noche enteros, sobre la nieve pura hasta que adquieran la blancura inmaculada y se impregnen del Yuki no seishin, el espíritu de la nieve, y lo transmitan a quienes las vistan en los tórridos veranos de Tokio.
El hombre bajó del tren que lo llevó a las montañas y buscó, en las posadas, a su geisha Komako. La encontró: se llamaba Aiko. Pretendió el mismo amor puro, bello e intocablemente perfecto de los personajes de Kawabata; pero la primera vez que Aiko se desnudó frente a él, desechó cualquier ceremonia y sucumbió a la fragilidad y la delicadeza desenfrenadas que encontró bajo la máscara de recato que el estereotipo social imponía a la joven. Y se quemó en su llama apenas estuvo dentro de Aiko por primera vez y ella lo envolvió con sus piernas mientras acariciaba suavemente su boca.
―Llévate mis lágrimas contigo —dijo ella. Y fue la última vez que habló.
El hombre se quedo para siempre a su lado. Nunca más hubo palabras entre ellos. Y su amor cristalizó en algo mucho más hermoso que la mismísima seda Chijimi.

Bastardo - Gilda Manso


El patrón estacionó la camioneta al final de la entrada de su estancia. A su lado, su hijo mantenía el ceño fruncido; no le interesaba el campo, era puro barro, hedor a animales y ahora, en verano y allá afuera, un calor inverosímil. No entendía cómo los peones podían trabajar en el pastoreo y la cosecha día tras día, bajo el sol o la lluvia, con los mosquitos y la bosta. No lo entendía ni le importaba; el hijo del patrón sólo quería vivir bien, y vivir bien significaba vivir en la ciudad, en su departamento ubicado en la calle más exclusiva, cerca de los lugares de moda, de elite, de esa elite a la que él pertenecía por ser el hijo de un hombre de plata. Que su padre hubiera hecho plata con el campo era algo que a él tampoco le importaba. La plata estaba, y punto; ¿para qué iba a perder tiempo y energía en ese lugar que tanto asco le daba? Cada vez que su padre lo llevaba a recorrer los sembrados terminaba con los pantalones manchados con algo: fruta, verdura, barro. Algún día todo esto va a ser tuyo, aprendé a amarlo, le decía el patrón y le mostraba, orgulloso, la nueva cría de una vaca que olía como el infierno o un viñedo igual a cualquier viñedo. El hijo del patrón decía que sí, mientras pensaba que cuando todo eso fuera suyo, lo vendería sin dudar al mejor postor.
Bajaron de la camioneta, el patrón con una sonrisa en la mirada y el hijo con ganas de irse de allí. Uno de los peones se acercó, secándose la cara con el dorso de una mano.
-Buen día, patrón.
-¡Ramón querido! Me dijo José que fuiste vos el que apagó el fuego en el gallinero. Me salvaste las gallinas, Ramoncito. Che, Ignacio, ayer se incendió el gallinero, y Ramón lo vio a tiempo y apagó el fuego.
El hijo del patrón gruñó como toda respuesta. Tras unos segundos estáticos, el patrón se llevó al peón a un costado; el hijo ni lo notó.
-¿Cómo está tu mamá? ¿Le alcanzó la plata? Decime la verdad, Ramón.
-Está bien, ya está bien. Sí, alcanzó, no se preocupe.
El patrón lo miró profundo.
-Bueno. Decile que antes de irme paso a verla. ¡Ignacio, vamos adentro! Tengo hambre.
El hijo del patrón comenzó a caminar hacia la casa. Ramón lo miró, murmuró algo que nadie escuchó, y siguió trabajando.

¡Houston, nos copian! – Guillermo Vidal


El primer contingente de humanos llegó a Tercícope, el planeta habitado que orbita el sistema binario de Rigil a treinta y siete millones de kilómetros de la tierra e hicieron el primer contacto con los nativos. Los invitaron a desembarcar en su mundo y en la primera recorrida descubrieron objetos que les eran demasiado conocidos.
—No teníamos idea de que hubiera copias de nuestros monumentos en un lugar tan distante —dijo el capitán Kubric.
—¿Copias? —dijo el embajador que se les había otorgado en un perfecto cantones, el idioma universal de la tierra—. Pagamos un alto precio para obtener los originales. Pueden ver aquí los otros —les mostró en una pequeña pantalla pinturas, edificios y monumentos—; están en otros sistemas pero podemos visitarlos.
—Pero la Torre Eiffel, Abu Simbel, la Pirámide del Sol, el Duomo, no pueden ser originales, nunca salieron de la tierra. —protestó el capitán.
—Sin embargo, los documentos y los títulos de propiedad dicen lo contrario. Desembolsamos por ellos una colosal cantidad de oro y metales que ustedes consideran preciosos. Pero no se preocupen, sus gobiernos están al tanto y nosotros somos grandes admiradores de sus obras, nunca estarán mejor cuidado que en nuestros mundos.
—Pero, ¿y los que están en la tierra, quiere decir…? —el capitán se interrumpió atragantándose con sus propias palabras.
—Esas sí son copias, pero de muy buena calidad, excepto la Estatua de la Libertad, que se perdió durante el viaje y hubo que reemplazarla de urgencia con una muy precaria hasta que tengamos la definitiva.

Ayer vi mi muerte - Daniel Antokoletz


Soy el doctor Mayer y ayer vi mi propia muerte. Cruel destino saber que se va a morir, pero hiel dolorosa saber cuándo, cómo, y no poder evitarlo.
Pueden decirme que eluda las circunstancias en las que muero, que evite ciertos movimientos. Es inútil. Hace tiempo quedó demostrado que el futuro es un pasado que aún no sucedió. Pueden intentar lo que quieran. La muerte llegará… y llegará como está grabado en la historia del mañana.
Las pruebas del sistema temporal funcionaron a la perfección. Si bien los campos cuánticos generan una distorsión de varios milímetros, el túnel no se puede abrir lo suficiente como para que lo atraviesen átomos completos, apenas permite el paso de fotones. Quizás en un futuro alguien logre descomponer la materia en fotones y volver a reconstituirla en otro tiempo. O quizás ensanchar los túneles lo suficiente como para poder enviar algo más que luz. Pero por ahora no.
Nos costó mucho controlar los rulos endecadimensionales. Al fin, luego de muchas pruebas, pudimos acoplar agujeros cuánticos del jurásico y los arqueólogos ya saben con certeza la apariencia de los velociraptors, el comportamiento de los gallimimus, y la escasa ferocidad de los tiranosaurios. Los historiadores pudieron observar el caos de las batallas medievales, asesinatos reales y a los verdaderos héroes de las revoluciones. Actualmente, los turnos concedidos a becarios e historiadores ocupan el tiempo disponible de los próximos dos años.
Pero para mí ver el pasado no alcanzaba; quería que sirviera para anticipar: quería ver el futuro.
Como soy uno de los investigadores que diseñó sistema dispongo de dos horas semanales para experimentos personales con el proyector temporal. Decidí ver dos meses en el futuro. ¿Cómo saber si es el futuro o el pasado? Muy simple: a partir de ahora puse un calendario en la pared del laboratorio, y tacho día por día.
Me senté frente a los controles. Luego de complejos cálculos ingresé las coordenadas.
Después de varios intentos, en el visor apareció la imagen del superconducto del laboratorio. Redireccioné el campo hacia la pared donde puse el indicador. No estaba. Pensé que estaba observando el pasado cuando de casualidad vi el clavo del que había colgado el calendario. Moví el punto de vista hacia el piso: quizá se había caído. Pero no, el piso brillaba más que de costumbre.
Recalculé las coordenadas a un mes en el futuro, y el calendario apareció frente a mí. Pero las tachaduras no indicaban un mes, sino apenas una semana.
Verifiqué todo.
La torsión espacio-temporal era muy clara: un mes en el futuro.
Maldije el momento en que decidí ver que sucedería en un futuro más cercano. Maldije mis ansias de conocimiento, y maldije mi incontenible curiosidad.
Redireccioné los campos cuánticos a una semana en el futuro. Cada vez me era más fácil moverme entre las intrincadas fórmulas. El visor estaba completamente a oscuras. Controlé los indicadores y constaté que el túnel cuántico se había establecido. Giré el punto de vista. La negrura seguía ocupando toda la pantalla. Moví las coordenadas espaciales.
De pronto, el visor se iluminó y percibí una superficie rugosa de color rosáceo que ondulaba. Alejé más el punto de vista y pude ver mi propia frente, pero mis ojos… mis ojos estaban vueltos hacia atrás, y me sacudía. Con mis brazos tiesos y mi boca echando espumarajos, caía al piso. Arqueado, en una convulsión interminable me veía sin poder hacer nada. Un hilo de sangre y saliva se deslizaba de mi boca. Con un último sacudón quedé tendido, inmóvil. Mi pecho no subía ni bajaba.

Solo, de una manera miserable, he muerto… mejor dicho moriré. Y, lo peor de todo es que yo mismo me asesinaré. En realidad ya lo he hecho. Puedo imaginar los protones, neutrones y electrones de mi cerebro entremezclándose. Mis neuronas desintegrándose en una sopa de partículas desordenadas. El campo de distorsión temporal que circunda al túnel cuántico me mató.

Vengo a pedir la mano de Valeria - Daniel Frini


―Ejem —carraspeó Julián―. Don Esteban, vengo a pedir la mano de su hija.
—¿Cuál?
―Valeria, Don Esteban.
—No. Pregunto cuál mano ¿La izquierda o la derecha?
―¿Qué diferencia hay?
—Valeria es zurda. La izquierda es un poco más fibrosa, menos tierna.
―Entonces, deme la derecha.
—Ta bien ¿Tiene en qué llevarla?
―Traje la bolsa de los mandados.
—No. Va a dejar un reguero de sangre. No se haga problema. Se la pongo en una bolsita de nailon, con hielo ¿Algo más?
―No, gracias.
—¿Probó el muslo de mi otra hija, la Jimena? Nada de grasa.
―No, está bien así. Sólo quiero la mano para un caldito…
—¿Y la pechuga de la patrona? Algo dura, pero abundante.
―Así está bien ¿Cuánto es?
—Espere que la corto y se la peso. Ta barata. Cincuenta el kilo. Y la próxima vez llámeme y se la mando. Ahora tenemos delivery.

Sobre el autor: Daniel Frini

Vamos por partes – Guillermo Vidal


Era demasiado tímido y necesitaba tiempo para decir las cosas. Estaba perdidamente enamorado de la hija de su mentor; su venerado maestro estaba al tanto y le hizo el favor de terminar la frase por él, tal vez ayudo que empezó a tartamudear sin control.
—¿Queres la mano de mi hija?
El consiguió asentir con un mecánico movimiento de la cabeza. El maestro lo apreciaba, era el más avanzado de sus discípulos y nunca perdía oportunidad de mostrarle lealtad; sabía de antemano que el pedido de mano le acarraría una prueba rigurosa. Y así fue, el maestro le concedió la mano de su hija, y luego, cada vez que limpiaba a alguien sin dejar rastros, fue entregándole las otras partes hasta que completó el cuerpo.

Proposición – Sebastián Chilano

Ella, después de mucho renegar, desenchufó la heladera y con un cuchillo removió una capa de hielo que convertía al congelador en una réplica en miniatura de la Antártida, donde, además, tres milanesascongeladas emulaban las instalaciones de la base Marambio.
Él se agachó debajo de la cocina para arreglar la pileta. No sabía nada de plomería, pero era voluntarioso. Y menos sabía de matrimonio, pero al ver a su mujer removiendo el hielo, tuvo un impulso que no pudo reprimir.
Ella dejó de golpear y lo miró. No lo insultó porque sabía que hablaba en serio. En cambio, lloró. Y no de emoción. ¿Cómo se le ocurría proponérselo tirado en el piso de la cocina, con las manos engrasadas, sin remera y tratando de arreglar la pileta?, se quejó ella. ¿Y por qué no? Preguntó él. Sos un animal, gritó ella. Y entonces él se ofendió.

Pedido de Mano - Adriana Alarco de Zadra


Cada vez que se inauguraba un parque o un monumento en la pequeña ciudad andina, se hacía el pedido de mano.
Los funcionarios municipales con traje de domingo, se acercaba a la casa de Ildemira Huapaya, con discursos pomposos y sollozos de las lloronas, a pedir la mano santa para bendecir todos los rincones de la ciudad, en especial el parque o el monumento en cuestión.
Ildemira salía, con ademán ceremonioso y manto bordado, a bendecir con agua bendita de la iglesia cercana, después de acercarse a la tumba de su abuela, fallecida en olor de santidad a la edad de 105 años. Luego de haber sacado la mano huesuda del cajón, desprendida por el pasar de los años, le ponía una ramita de ruda y una de romero entre los dedos que encerraba en los suyos y bendecía en la ciudad todo lo que necesitaba bendición a gritos.

Sobre la autora: Adriana Alarco de Zadra

viernes, 25 de febrero de 2011

El plantón - Luisa Hurtado González


Estaba enfadada con él. Más de cincuenta años juntos, toda una vida, pero… ¿por qué no volvía ahora con ella?, ¿quién le impedía resucitar?, ¿quién se creía que era la muerte ésa?


Tomado del blog Microrrelatos al por mayor

La búsqueda - Javier López


Me llamo Otto Braccio, y mi historia no es la de un hombre corriente.
He vivido entregado a los demás, siempre allá donde alguien necesitara el consuelo de otro ser humano. No evité hambrunas, guerras y calamidades, si con eso lograba paliar el sufrimiento ajeno y tender una mano a la esperanza.
También he vivido como un hombre normal. He sido tabernero, recaudador, agricultor, empresario, ingeniero, taxista, oficinista, y tantas otras profesiones que resultaría demasiado prolijo enumerarlas todas.
Y también, lo confieso, he sido un hombre malo: usurero, ladrón, mercenario y pecador.
Quizá ahora ustedes me juzgarán sólo por esto último. Ya no valdrán mis méritos.
Y estará bien, no les reprocho. Pero compréndanme: soy inmortal. Y pocos pueden, como yo, llegar al fondo del conocimiento de la naturaleza humana. Sólo he tratado de hacer eso, y voy a seguir haciéndolo. Lo aceptaré, si acabo ardiendo en el infierno.

Caminos - Claudia Sánchez


Iba recogiendo el polvo del camino con el ruedo del abrigo. Eso le dijo. Pero ella sabía que iba dejando huella para que lo siguiera, para que lo encontrara -por casualidad- en el claro del bosque.
Iba recogiendo moras para preparar el licor. Eso le dijo. Pero él sabía que iba siguiendo su rastro. Podía sentir su olor a hembra en celo, atraída por el almizcle de su entrepierna.
Cuando estuvieron muy cerca el uno de la otra, en el claro del bosque, ella se llevó el abrigo para lavar y él las moras para el licor.
Mañana… quizás mañana se animarán a más...

Entropía gauchesca en dos tiempos – Héctor Ranea


Ordenador, lo que se dice ordenador, fue Jeremías Arrobo, un payador tiempo completo a quien el Intendente, para darle un conchabo más o menos civilizado, lo puso a ordenar los galpones del Palacio.
Los dejó maravillados a todos porque, sin dejar de tocar ni una noche en lo del Rengo Argañaráz, ordenó todo: cuarteles, galpones, fiambreras, cocheras, depósitos, cajones, vestidores, salones de esquila, pabellones de cocina, chacaritas, mansardas, graneros, silos, bajo mesadas y debajo de cada escalera. Eso sí: desarmó todo. Cada cosa que ordenó fue desarmada en sus partes elementales y cada una de esas partes elementales fue puesta en un cajón numerado diferente ordenado alfabéticamente. Resultó difícil encontrar las máquinas viales, autos, sembradoras, cosechadoras, hasta los expendedores de agua y los autos del Intendente.
Bastante enojado, éste le encomendó ordenar la biblioteca del pueblo. Todo el pueblo está ahora en la puerta del edificio para protegerla.

jueves, 24 de febrero de 2011

Armonía familiar - Antonieta Castro Madero


Cuando por fin oí voces, abrí los ojos. Todo era oscuridad. Estiré los brazos a ambos lados: me hallaba solo. Llevé mis manos por encima de mi cabeza, y entrelazando los dedos por sobre los travesaños de hierro empujé mi entumecido cuerpo en búsqueda de una salida. Mi corazón latía con fuerza. Una mullida y áspera tela cerraba mi paso. Doblando las rodillas pude darme el impulso necesario para deslizarme bajo aquel telón. De inmediato sentí que un líquido frío mojaba mi espalda. Giré, y reptando busqué la lámpara que durante la disputa advertí caer; ahora era mi pecho el que se humedecía. Tardé unos minutos en encontrarla. Al encenderla noté ciertas partes del piso teñidas de rojo. Ya a salvo, agradecí que la cama me hubiera servido de escondite.   
Los hechos que relato ocurrieron hace tiempo —yo tendría alrededor de ocho años—, pero aun hoy, convertido en un hombre maduro, no he podido olvidarlos. ¿Quiénes murieron? Mis padres. Él se encontraba boca arriba con un profundo tajo en la garganta y una expresión lastimera en sus ojos.  Ella, una sugestiva leona, tenía la cara deformada por los golpes. Sostenía en la mano, con las uñas aferradas en el mango, un cuchillo. No sé por qué recuerdo que sus pezuñas destellaban pintadas de rosa. 
Nunca supe quién de los dos murió primero. Seguro que aquellos policías que se paseaban por el cuarto moviendo la cabeza en señal de desaprobación o de la indiferencia que da la costumbre, lo sabían. Pero ni aun con el paso de los años me importó.
Olvidados de mi presencia en la escena, aproveché el tiempo para recorrer el rostro de mi padre. Envejeció en pocas horas: gruesas arrugas tatuaban sus facciones, y su bigote se veía tan blanco que se confundía con el tono adoptado por su piel. También observé sus manos: cerradas en un puño demostraban fiereza. A mi madre apenas le eché una ojeada: hacía tiempo que su cara me era desconocida. Nunca se mostró muy cariñosa conmigo, o no todo lo cariñosa que tenía que ser. En un rincón lloré en silencio.  
Me acuerdo de que durante las cenas me convertía en el espectador obligado de nuestro reiterado drama. Metálicos silencios y ásperos gestos se instalaban con mayor frecuencia entre mis papás. Siempre terminaba comiendo el postre en la soledad de la cocina, dando paso a que se desatara la tormenta.  Mi edad no me permitía entender muchas de las palabras, pero la imaginación y algún que otro libro leído en las tardes del verano me ayudaron a comprender. Comprender y negar.
Tomé la costumbre de esconderme. Mi lugar favorito fueron los roperos. Era mi padre quien con paciencia me buscaba y, una vez hallado, con cariño, me murmuraba palabras tranquilizadoras. Pero cuando las discusiones se hicieron más violentas, dejó de buscarme.
Por las mañanas mi madre se levantaba con arrogancia. Ni los escuálidos besos que me daba en la cabeza al desearme los buenos días podían hacerme olvidar las noches. A los pocos segundos la perdía de vista. Por momentos me invadía la certeza de que ella no existía, de que un infame fantasma ocupaba su lugar. Aunque, en más de una ocasión al encontrarla en la cocina preparándose un cóctel de pastillas, me apenaba: al fin y al cabo no dejaba de ser mi madre.
Los pocos momentos de gozo ocurrían cuando mi padre llegaba del trabajo. Vestidos con unos viejos shorts, los dos practicábamos boxeo en la parte trasera de la casa. “Nunca descuides tu cara”, me decía pegándole con todas sus fuerzas a una bolsa de arena. “El brazo que lanza el golpe debe valerse de un puño firme para lograr porrazos precisos. El otro recogido, siempre cubriendo”. 
Todo este buen momento se perdía cuando escuchábamos que llegaba mi madre. Mi padre me tomaba de la mano apretándola con fuerza. Ella nos observaba con la cabeza inclinada: su cabellera caía en forma majestuosa sobre su hombro. Era en esos segundos cuando la encontraba hermosa. Pero el dolor que mi padre provocaba en mis dedos me hacía recordar que él estaba sufriendo; los llantos de papá rogándole que no lo abandonara venían a mi mente. “Son todas iguales”, me repetía con una sonrisa que me llegaba a dar miedo por lo siniestra, como si de repente fuera capaz de asesinar a alguien.

Mi esposa me abraza con cariño por la espalda, y sin soltarme me dice:
—¿Pero cómo? Siempre me dijiste que murieron en un accidente de tránsito.
—No me gustó discutir ayer delante de los chicos.
—Tratemos de que no se vuelva a repetir —me susurra volcando su rubia melena sobre mi hombro—. Pero ahora comamos. Aprovechemos que estamos solos para mimarnos y conversar.
—Sería bueno. Me siento muy cansado.
Noté, mientras ella preparaba la mesa, que sus uñas ostentaban el mismo color rosa furioso que le vi a mi madre. No pude evitar cerrar el puño.
Dicen que me parezco mucho a mi padre. Será una larga noche.

Parada - Claudia Cortalezzi


Ana entró en el refugio al costado de la ruta y se sentó en el banco de cemento.
Tenía mucho frío. Dejó caer el bolso al suelo y miró a Isidoro que acababa de entrar. Habían caminado nueve cuadras bajo la lluvia.
Isidoro, todo salpicado de barro, se movía muy lentamente. Ana recordó la escuela y la escondida en los recreos. ¡Nadie los descubría! “Los hermanos Herrera: genios del escondite.”
Pero habían pasado muchos años, demasiados años.
Su hermano era ahora un hombre viejo. Desde que habían llegado al pueblo, días atrás, él no se había movido de la pieza de su made. Custodiando el sueño de la vieja, como velándola en vida.
—Ya debe ser la hora —dijo ella. Se colgó la cartera y se asomó a mirar la ruta. El frío del cemento seguía en sus piernas como si aún estuviese sentada.
A pesar de que la llovizna oscurecía el camino, a lo lejos alcanzó a ver una luz.
—Si es el colectivo —dijo—, yo me voy. Vos hacé lo que quieras.
Isidoro se había doblado sobre las rodillas, las manos juntas, parecía rezar.
—Isi —dijo Ana—. ¿Escuchaste? Me voy.
—Cuando éramos chicos —dijo él, incorporándose hasta apoyar la espalda en la pared—, ella nos llevaba a la plaza.
—¿De qué plaza me hablás? ¿Te pusiste melancólico, ahora?
—Se está muriendo, Ani. Vos decís que nos volvamos a Buenos Aires, dos horas de viaje. Y lo más probable es que cuando recibamos la noticia… —dijo él, y tragó saliva—. La próxima vez que vengamos va a ser para llevarla al cementerio.
De una vez por todas al cementerio, pensó Ana, donde tendría que estar desde hace años. Y le gritó a su hermano:
—¡Levantate, hombre! ¡Haceme el favor!
—Cuánta vitalidad tenía la vieja —dijo él—. ¿Ya te olvidaste, Ani? Una vez por mes nos llevaba a un médico de Buenos Aires. Pobre, siempre con nosotros a cuestas.
Ella volvió a asomarse.
—Parecen dos luces. Seguro que es el colectivo.
—Una vez llovía a cántaros —siguió Isidoro—. Mamá se sacó los zapatos para cruzar la calle, enfrente de casa, y me los dio. “Que no se te caigan”, dijo. Te levantó a vos y te llevó al otro lado. Yo tenía mucho frío, quieto como estaba, esperando. Y mamá volvía, el agua hasta las rodillas; volvía por mí, que tenía como diez años y pesaba tanto como ella. Me alzó y cruzamos. ¿Te acordás?
Ana se acordaba muy bien. Escuchar a su hermano casi la había hecho llorar. Pero también se acordaba de otros días en los que aquella no había sido tan buena.
Volvió la mirada a la ruta.
—Ahí viene —dijo. Isidoro ni se movió—. ¿Me estás oyendo, Isidoro?
Las luces se acercaban. ¡Sí, era el colectivo!
—Vamos —repitió, agarrando a su hermano del brazo—. Movete, hombre.
Por fin logró que Isidoro se levantase.
Ella apenas tuvo tiempo de salir a la ruta para hacer señas antes de que el colectivo siguiera de largo.
—¡Pare! —gritó. Había dejado caer el bolso y agitaba los brazos—. ¡Pare!
El colectivo se detuvo y ella subió al primer escalón.
—Yo no voy —oyó que le decía Isidoro desde abajo.
—¿Qué? ¿De verdad querés quedarte hasta…? No puedo creerlo.
—¡Y, señora! —dijo el chofer.
—Espere, por favor. Vamos, Isi. Dale.
—No. Yo no voy a ir.
—Señora —dijo otra vez el chofer.
En el interior del micro no había casi nadie. Viajaría sentada: increíble.
—¡Señora! —insistió el chofer—. ¡Decídase de una vez!
El colectivo empezó a moverse.
Ana miró a Isidoro: ya le daba la espalda. Estaba volviendo.
El ruido del motor, insoportable.
—¡Señora, por favor! Tengo que cerrar la puerta. —¿El chofer le gritaba?
Gritaba como le había gritado tantas veces la que estaba muriendo a unas pocas cuadras, sola como un perro. Como un perro. ¿Acaso no era eso lo que se merecía?
—La puerta, señora —volvió a gritarle el chofer—. Haga el favor.
Ella sintió un nudo en la garganta, que volvía a anticipar las lágrimas.
Pensar que su madre había enviudado tan joven y los había criado a los ponchazos, a ella y a Isidoro. Bien o mal, pero los había criado, y los había hecho estudiar.
—Pare —alcanzó a decir—. Por favor, pare.
Pero el colectivo ya había cerrado la puerta, ya había arrancado.
Ana se desplomó en el primer asiento y miró por la ventanilla. Cada vez llovía más fuerte. Le recordó a aquella tarde cuando su madre la había alzado para cruzar la calle inundada. ¡Se había sentido tan segura en sus brazos!


"Parada", fue editado en la Antología del Bicentenario, organizada por la Municipalidad de Cañuelas.
Publicado en Acomodando palabras.

América – Adriana Alarco de Zadra


Por falta de sumisión hacia un marido impuesto por la familia, María Cano fue tachada de mujer inferior, impura e infiel por la Inquisición en el S.XV. Escapó de las mazmorras vestida de varón a caballo de un rocín más flaco que Rocinante y llegó a un puerto sobre el Mediterráneo. Con coraje y gritando “al abordaje”, se trepó a un bergantín pirata y se aparejó con cimitarra, daga y puñal. Sin que la vieran se tiñó con carbón sobre el labio superior tratando de parecer mancebo. Barco va, barco viene o puerto va, puerto viene, terminó en una carabela con Vespucio al mando, el cual descubrió su verdadera identidad cuando le robaron la ropa que lavaba a escondidas. La cobijó bajo su cobija y al llegar al Golfo de México, entre islas caribeñas y ocasos en el Atlántico y el Pacífico, le concedió su amparo y decidió ponerle nombre al nuevo continente, pero no Américo sino América en honor a su amante María Cano, pirata sin ropa y desvergonzada por naturaleza.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Mundos interiores – Nanim Rekacz




—¡Qué lindo globo! —exclamé.
Sólo pretendía ser amable con el niño que se sentó a mi lado en el banco de la plaza, junto a una mujer embarazada, que supuse su madre.
—No es un globo —dijo muy serio.
—¿No? ¿Qué es?
—Un planeta de sueños. Los planetas de sueños están habitados del lado de adentro.
—¡Ah! ¡qué interesante! –respondí—, ¿y cómo sabés eso?
Me miró con pena y cierta superioridad.
—Todos los chicos saben. Pero cuando se hacen grandes, lo olvidan —contestó, mirando a la mujer.
Ella asintió. Qué linda historia, pensé. Yo, ¿no la sabía o no lo recordaba? La curiosidad me empujó a seguir conversando.
—Y, ¿cómo se entra al planeta de los sueños? —pregunté.
—Dormido. Cuando despertás, se pincha el globo y los sueños desaparecen.
—¿Y de quién son los sueños de ese globo?
—De mi hermanito —se puso derecho, con orgullo—; está durmiendo en la panza de mamá y yo le cuido sus sueños. Hasta que nazca.

El hermoso globo azul se bamboleaba con la brisa, sostenido por la mano firme del niño.

Fantasía oscura 2 - Cristian Mitelman



Cena de camaradería de la promoción 92 organizada por el señor Anselmo Leto. A la hora y media, los huéspedes empiezan a sentir molestias en las piernas. No mucho después, agonizan.
Comprenden que Leto es un demente. Alguien alcanza a preguntarle por qué lo hizo.
–Por miedo –explica–. Siempre pensé que uno de nosotros iba a ser el primero en morir: la idea me resultaba atroz. Asesinar a uno hubiera sido lo más lógico, pero dado que todos me parecían igualmente odiosos, ¿por qué castigar más a éste o aquél? Por lo menos ahora sé que mi destino no era morir primero.

El planeta Rojo - Esteban Moscarda


Cuando Kriptón explotó Kal-El logró escapar en una nave construida por su padre. Tras varios años de viaje interestelar llegó a un pequeño planeta rojo, sostenido por un sol que le dio poderes extraordinarios. Una vez que aprendió a usar sus habilidades, dedicó su vida a luchar por la paz y la justicia, y a combatir a los capitalistas…

Cuento sin acciones - Pablo Matteuci



Huella de oso hacia el oeste. Huella de cazador hacia el este. Huella de oso hacia el oeste. Huella de cazador hacia el este. Oso hacia el oeste. Cazador hacia el este. Oso tras un arbusto. Cazador hacia el este. Oso en alerta. Abeja sobre el cazador. Distracción del cazador. Ataque del oso y obtención de su alimento: el cazador.

Insomnio recurrente - Javier López


Como cada noche, recurría a la tradicional cuenta de ovejas para tratar de conciliar el sueño.
Parecía funcionar, y cuando llevaba contados un buen número de animales que saltaban la valla para entrar al redil, el sueño comenzaba a apoderarse de él.
Entonces surgía la imagen de siempre: una oveja negra se negaba a saltar y se salía del grupo. De ninguna manera lograba reconducirla.
Esta escena le hacía recordar que él era el miembro menos deseable y respetado de su familia. Y esa era, precisamente, la causa de sus desvelos.
La cuenta volvía a comenzar, en otra noche más de insoportable insomnio.

martes, 22 de febrero de 2011

Futuro incierto - Javier López



Por entonces yo trabajaba en una farmacia. Y, aunque tenía el título de farmacéutico, de poco me valía en esa época oscura que me tocó vivir. La humanidad parecía absolutamente trastornada por los acontecimientos y abocada a la desaparición.
Ciertamente, el consejo de un farmacéutico ya no valía de mucho. Hacía años que el Ministerio de Sanidad había impuesto lo que llamábamos el "cóctel", una especie de batido a base de fármacos, cuyo componente principal eran antibióticos, para controlar los múltiples agentes infecciosos que nos amenazaban.
En otro tiempo esto podría haber parecido una locura, porque es sabido que los antibióticos hay que recetarlos con precaución. El sistema inmunológico se acostumbra a ellos y, con la edad, dejan de hacer su efecto. Pero el Ministerio lo tenía todo previsto. Desde que alcanzábamos la mayoría de edad, se nos hacía firmar que nos comprometíamos a morir a los 45, a cambio de seguir teniendo acceso al cóctel. A los niños y adolescentes se les administraba sin ningún trámite.
Así que poco importaba que nuestro sistema inmunológico se degradara. Si no lo tomabas, estabas muerto.

Volviendo a la farmacia, recuerdo el día en el que se produjo un hecho que iba a cambiarlo todo.
Había entrado un extranjero. El aspecto de su cara era realmente repulsivo, y manaba de ella una especie de líquido oleoso que caía a chorros al suelo.
—Necesito una crema para la piel seca —me dijo, y yo sentí que iba a morir de un espasmo.
—Pero oiga, ¿de veras cree que es eso lo que necesita? Yo no le recomendaría... —traté de decirle algo, pero él me interrumpió.
—¿Ya estamos con la discriminación? ¿Estoy equivocado porque soy inmigrante? ¡En mi planeta mi piel es seca! Así que déme la maldita crema y ahórrese sus recomendaciones, o le denunciaré. ¡Haré que le encierren! —y la amenaza la tomé muy en serio, porque la discriminación racial contra nuestros visitantes llevaba aparejada la pena de muerte.
—No, señor, no es eso —le dije mientras iba a la trastienda a buscar un rollo de papel para extenderlo en el suelo, pues varios clientes ya habían resbalado—. Aquí tiene su crema —y se la alcancé de una estantería que tenía a mis espaldas.
Esa misma noche tomé la decisión. Estaba cansado de todo. Me iría a otro lugar para vivir.
Desde que el Ministerio de Interior del Gobierno de la Tierra había abierto las fronteras a los inmigrantes, todo se había vuelto realmente difícil. Llegaban en oleadas en sus naves —a las que nuestros Agentes de Seguridad tenían en múltiples ocasiones que auxiliar a orillas del sistema solar— y estaban cambiando nuestros hábitos de vida y nuestras costumbres, hasta el punto de que yo ya no reconocía la Tierra como el planeta en el que me había criado. Además, estaban el cóctel, la obligación de morir a los 45... Ellos habían traído todos esos problemas y se estaban imponiendo. Todos aprendían rápidamente la lengua terráquea para reclamar sus derechos y amenazarnos si llegaba el caso.
Así que fui yo el que decidí devolver la visita. Ahora me convertiría en emigrante y buscaría nuevos horizontes. Supe de una mafia que fletaba naves con destino a Orión. Cobraban caro, pero incluso proporcionaban los papeles para que no pudieran expulsarte.
Además, había escuchado que allí te permitían vivir hasta los sesenta años.

Blues de la princesa triste (¿qué tendrá la princesa?) - Daniel Frini



Cuando Bella se casó con Lord Bestia imaginó otra vida. No entendía cómo aquel hermoso hombre en que se transformó el monstruo después del beso, podía ser tan asqueroso. No eran sólo los calzoncillos y las medias hediondas tirados por toda la casa, ni la puerta del baño abierta (y el tremendo olor a descomposición que inundaba el Palacio todas las mañanas y para el cual no había tea encendida capaz de neutralizarlo), ni verlo en la puerta del comedor, desnudo y haciendo el elefantito justo cuando ella había preparado una cena romántica, ni los diez hijos, todos, niños y niñas, tan asquerosos como el padre. Lo que más la indignaba eran las reuniones con los amigotes de los cuentos: el cazador de Caperucita, el Ogro de Pulgarcito, Barbazul y el enano Rumpelstikin. Bella llegó a odiar los campeonatos de eructos, los concursos de pedos sonoros, los torneos de meadas desde la Torre Norte que más de una vez le arruinaran las sábanas colgadas a secar en la soga, y las insoportables risotadas que la despertaban así se fuera a dormir al Ala Oeste. Con los años, pasó de Bella, a ser primero Interesante, luego Simpática, más tarde Flaca Arrugada y finalmente Cosa.
—¡Che, cosa, traenos otra jarra de vino! —decía Barbazul.
—¿Porqué no me puedo limpiar la boca con la cortina? ¿Ah? —preguntaba el Ogro, mientras Rumpelstikin ora le levantaba el vestido, ora le apretaba un pecho:
—¡Zoraida! ¡La de las tetas cáidas! —decía a los gritos, y todos reían a carcajadas.
Ya ni siquiera Príncipe Valiente la visitaba, como supo ocurrir en una época, cada vez que Bestia y sus amigos salían de cacería. Tampoco contestaba sus palomas mensajeras.
Recordaba, como si hubiese ocurrido hace instantes, su último intercambio de palabras, en el Mercado:
—Salí, fea —dijo Valiente, y se alejó en su corcel seguido de su guardia personal, mientras a ella se le caían las papas de la bolsa de las compras.
Eventualmente, abandonó a su marido.
Armó su morral y se dirigió al bosque. Consiguió un conchabo; por casa, comida y unas pocas coronas para sus gastos personales, en la casa de los Siete Enanos; alguien debe limpiarla y hacer la comida, ahora que se fue Blancanieves. Sabe que por lo bajo se burlan de ella; pero, al menos, son más decentes y aunque sea por simple piedad, le hicieron caso y ahora levantan la tabla del inodoro cuando van a orinar.

Huellas - Oriana Pickmann


Voy caminando. Mirando el camino porque me gusta fijarme por dónde piso cuando la nieve se está derritiendo. Voy metido en mis pensamientos. Sin querer, y tardando en darme cuenta, noto que un especial tipo de huellas en la nieve ha captado mi atención. Las miro, trato de pisar sobre ellas, siguiéndolas, como en un juego solitario.
La gente que se cruza conmigo seguro quedará pensando en qué tipo tan raro soy, con los ojos fijos en el camino, sin levantar la vista, concentrado en dios sabe qué. Casi tropecé con uno que venía por el sentido contrario, pero por lo concentrado que estaba, ni me preocupé en mirarlo. Pero no me importa, sigo jugando con estas huellas, conmigo mismo.
De pronto, las huellas desaparecen, no hay más. Así, en medio del camino, como si el dueño hubiera levantado el vuelo. Doy media vuelta y las sigo a la inversa, sin pisarlas, sino yendo al lado de ellas. Vuelvo a toparme con alguien, esta vez levanto la cara para pedirle disculpas. Él no me vio. Y cuál sería mi sorpresa al descubrirme a mí mismo, concentrado, persiguiendo unas huellas en la nieve.

lunes, 21 de febrero de 2011

Su cuenta... - Laura Serrano


El sexo por internet no tiene consecuencias. No hay embarazos… pero tampoco contacto. Es más fácil pescar un virus que tener un orgasmo. Es fácil para el hombre, es visual, pero la mujer queda insatisfecha… lo malo es que lo aprendiste a la mala… y ahora, debes mucho dinero…
Pobre y sin placer…


Tomado de: http://lannfuladelarcngelyomerengues.blogspot.com/

La letra E – Ruy Feben


Ilán Loew conoce de memoria la cábala y el gueto de Praga, en el que vive desde siempre. Sabe el alfabeto de sus ancestros: que la verdad hebrea, EMET, da vida al gólem que volverá a ser arcilla al borrar la E y dejarlo todo en MET, la muerte. Encerrado, forma el pequeño figurín que se convertirá un gigante a sus órdenes. Sigue el rito: le escribe en el paladar la E, una M, otra E. Un golpe tumba la puerta cuando traza la primera línea de la T: el bip entrecortado de una legión de robots que lo toman por la fuerza y entran por su boca hasta el paladar y lo rascan hasta borrarle a Ilán por completo la E, con la que se va su último suspiro de vida para siempre.

Tomado de: http://elclaxon.arts-history.mx/

Mandado a ser - Samanta Ortega

El control remoto (mando a distancia) no responde. Sabe que necesita pilas nuevas, pero prefiere zarandearlo y darle pequeños golpecitos. Ha resultado, piensa.
Al día siguiente en la oficina, se encuentra desmotivado y con pocas energías para trabajar, hasta que llega su jefa y le inyecta una dosis de adrenalina. Le dice que se busque la forma de estar a gusto con lo que hace, que de lo contrario tendrá que prescindir de sus servicios en estos momentos de crisis. Ha resultado, piensa.

El código marciano – Sergio Gaut vel Hartman


Cuando Ray Bradbury publicó sus Crónicas marcianas, Yru B’Darbyar, un dragador de canales de Sirte Major, casi se muere de envidia. Trató de refutar al californiano con sus Anacrónicas terrícolas, pero sólo logró ser el hazmerreír de los recolectores de basura de su planeta. Testarudo como buen marciano, viajó a la Tierra haciendo nave-stop y adoptó una nueva identidad que le permitió trabajar de proxeneta durante varios años, sin llamar demasiado la atención. Un día, caminando por las calles de Exeter, Nuevo Hampshire, se cruzó con un escritor principiante y le tiró un par de ideas.
—¿Le parece que el público aceptará semejante bizarría? —dijo Dan Brown abriendo los ojos desmesuradamente.
—¿Usted creería que soy marciano?
—No.
—Entonces mire esto. —B’Daryar mostró un par de cosas que ocultaba bajo la ropa—. Creer o reventar.
—Creer o reventar —aceptó Brown. Y fue corriendo a escribir la novela.

domingo, 20 de febrero de 2011

En carne propia - Victoria Fargas


Me perdí en el tiempo, la misma tarde en que te trajimos a esta clínica. Ya no sé si es de día o de noche. Si lo que nos sucede nos transforma en otras personas, o si siempre fuimos las mismas y no nos habíamos enterado.
Enchufo los parlantes al iPod y enseguida oigo “…don’t leave me…”. Es Freddie Mercury.
—Hay gente como Freddie, que nunca muere… —solías decirme—. Gente que nunca se termina de ir.
Por eso, una de mis tareas en esta habitación, es que Queen, tu grupo favorito, no deje de sonar. Porque quienes creen me dicen: “Puede estar escuchando en donde fuese que esté”.
Pero, aunque me esfuerzo, no veo ningún cambio. Y, sin embargo, Freddie sigue insistiendo —como si supiera— con que no me dejes. Amor de mi vida, no me dejes. Y que vuelvas, que vuelvas pronto.
Decoré el lugar con fotos. Fotos nuestras, de viajes. Fotos llenas de vida. Para que no hagas ni un esfuerzo en recordar, si por algún milagro abrís los ojos.
—A quien sea… ¡yo lo desconecto! —Sentencié aquella noche, en la cena de los viernes que compartíamos con nuestros amigos—. ¡Si fuera por mí, lo desconecto!
—Pero Jime, no hables así —mi amiga Eugenia intentó frenarme.
—¿Qué dije, Euge? —contesté sin comprender—. ¿Qué estoy diciendo de malo? ¿O tiene algo de bueno dejar a alguien conectado a un aparato, cuando ya es un vegetal? Yo no le veo nada de cristiano.
Recuerdo que te miré. Desde la otra punta de la mesa, me mirabas desconcertado. Sí, desconcertado, ésa es la palabra. Como si no me conocieras. Como si nosotros, esa noche, no fuésemos nosotros.
—Me parece —dijo mi amiga— que estás siendo muy terminante. Uno nunca sabe cuándo se puede producir el milagro.
—¡Ah, bueno! —grité—. Si el pobre vegetal tirado en una cama va a depender de un milagro… ¡estamos fritos! ¡Déjense de joder! ¿Quién puede creer en los milagros? Yo ni dudo: ¡lo desconecto, y a la mierda!
Esa noche no me dirigiste la palabra. Y yo no me animé a dirigírtela.
No comprendí el porqué de tu silencio. Algo nuevo para nosotros, porque siempre que discutíamos hablábamos horas y horas. A veces gritábamos, nos heríamos. Pero nunca, nunca, nos quedábamos callados.
Esa noche me lastimaste con tu silencio. Y yo te lastimé con mis palabras gélidas.
Seguís sin hablarme. Pero ahora desesperadamente te pregunto por qué. Desesperadamente te reprocho que no me hayas callado esa noche. Y también, desesperadamente, volvería el tiempo atrás para borrar mis palabras. Aquellas palabras vacías, que hoy sólo me carcomen de culpa, pues imagino lo aterrado que estarás tirado en esta cama como un vegetal. Y convencido de que alguien, autorizado por mí, va entrar en cualquier momento a desconectarte.
No puedo ni quiero quitarte los ojos de encima. Sentada al borde de tu cama, te extraño. Extraño tu sonrisa, tus gestos.
“Hay gente que nunca muere…”, me digo. Te digo. Pero no logro comprender la incoherencia de tu cuerpo inerte. Aquél que ayer solía brindarme magníficos placeres. Éste que hoy sólo me provoca un dolor agudo que me perfora el alma.
Espero tu regreso.
Es tan inmenso mi deseo por traerte…
—¡Dios mío! —te grito—. ¡Apretaste mi mano! ¡Mi amor, apretaste mi mano!
Salgo corriendo como una loca a buscar al médico, corro por un pasillo interminable.
—¡SÍ, SÍ, DOCTOR! —le digo a los gritos, agarrándole las manos y haciéndole la mímica—. ¡Le juro que me apretó la mano, me la apretó! Es un milagro.
El médico apenas me mira. Y me golpea con sus gélidas palabras:
—Imposible, señora. Lo que dice es imposible. Pero, si usted quiere creer en milagros…
Y al fin comprendo, después de meses, tu silencio.

Victoria Fargas

"En carne propia" fue publicado en el Suplemento culturtal del diario Perfil en febrero de 2011.

La salida - Oscar Piolini


Mediodía.
Implacable, el sol fundía el asfalto. El pelotón de ciclistas se unía hasta estrecharse lo más posible, cuerpo contra cuerpo, como una lanza buscando penetrar la muralla invisible del viento en contra.
La ruta parecía una víbora que serpenteaba el horizonte de girasoles y pastizales secos. Y el intenso calor subía, y tomaba envión en los pedales para trepar por las piernas hasta las caras contraídas y empapadas. No se debía perder el ritmo, se decía él a sí mismo. El ritmo, la pedaleada fuerte y pareja. El ritmo. Sabía que si bajaba la velocidad se descolgaría del pelotón. No se lo podía permitir. La boca seca, pastosa. El casco recalentado le freía el cerebro. Ni siquiera pensaba con claridad. El ritmo. La pedaleada fuerte y pareja. El ritmo.
—¡Estás volando de fiebre, Martín! —le dijo la vieja.
Le dolía todo. Entreabrió los ojos. Trató de estirarse en la cama, pero fue para peor. Miles de punzadas le acribillaban la espalda. La sintió mojada, también mojados el colchón y las sábanas. Pegada a la cama, la vieja lo observaba en silencio, con esa cara que se contempla a los enfermos que no van a mejorar.
Se le acercó.
—Inclinate un poco de lado, ¿querés? Así te cambio las sábanas. ¡Empapadas están, m ‘hijo!
Entre resignado y obediente, Martín se volteó de lado. Un virus, había dicho el médico.
Los médicos siempre iguales; de manual, pensó. Cuando no saben qué decir, largan lo del virus. Seguro que es una gripe fuerte, nomás. Me quieren asustar, eso es.
Los escalofríos, de a ratos, le hacían rechinar los dientes. Notó que volvía a caer en ese sopor… Un sopor que ya era bienvenido, anhelado: lo alejaba del dolor. Tenía el cuello agarrotado de tan fuerte que sostenía el manillar de la bicicleta. Bien fuerte, para no caerse. Una caída podría ser fatal. La mirada fija en la rueda del compañero de adelante. No podía perder esa visión. A su derecha, Jorgito, el burgués extraviado, lo miró como si fuese una iguana. Y le gritó:
—¡Ponele huevos, que te estás quedando! ¡Venís muy cargado! Seguilo a Walter.
Walter, el matemático sentimental, pedaleaba adelante, encabezando el grupo con ritmo constante y rápido.
Más allá, Luis, con una mueca de dolor, batallaba inútilmente con el viento.
Eugenio, con el cerebro dividido en varios pedazos, y con esa particular tendencia a huir de las situaciones no bien definidas, subió de golpe varios piñones.
El dolor en la espalda se había vuelto insoportable, era como si cargase a un chino con navaja, que no paraba de apuñalarlo por detrás. Se le acalambraban los muslos. Las piernas ya no lo obedecían. Pensó: Quisiese ser una fiera pero soy un infeliz.
—Las piernas, las piernas me duelen mucho —chillo Martín semisentándose en la cama—. Dame agua, vieja. ¡Tengo mucha sed!
Tragó agua del pico, atragantándose con la misma voracidad de un náufrago del desierto. Al levantar la mirada, se dio cuenta de que había llegado su tía Coca. También el Cholo. El asunto debe venir rejodido, pensó.
Omnipresente, dominando la escena, el médico se le acerco y lo tomó del cuello con la misma prestancia que un director de orquesta comienza una opertura.
—Rigidez de nuca —sentenció el galeno—. Hay que punzarlo.
Y a él le pareció oír que la vieja decía algo como “meningitis”. Debía de estar escuchando mal.
En esa fina línea donde la ilusión se entremezcla con la realidad y uno no sabe cuál es cuál, Martín pensó que todo era un juego, una teatralización. Y pensó que no bien terminase la función, se repartirían masitas y bebidas en vasitos de plástico.
—¡Vas muy cargado! —oyó que le gritaba, de atrás, Clario.
Él salvaje domesticado, así lo había apodado él a Clario, una tarde de rodada.
—Piñón chico y no “reboleás” ¡Mové la piernas y dejate de joder! ¡Te estás quedando!
Dicho y hecho. Se quedó. Se agotó. Se rindió. La fiebre no paraba de subir. Los intervalos lúcidos casi no existían. El sopor lo atrapaba ahora con garras invisibles y lo retenía alejándolo de la realidad, del Cholo y la tía Coca. Del médico engrupido y de la vieja emperrada en cambiar las sábanas. Se hundía en esa ruta interminable, volando más que rodando, transpirado, exhausto, sediento.
Jadeando, sin coordinación, sólo alcanzó a ver el oxidado paragolpes frontal de un camión, que lo alejó definitivamente de Jorgito, de Walter, de Luis, de Eugenio y de Clario.


Los martes, fideos de moñitos - Silvia D'Imperio


Ordena lentamente los papeles que un minuto atrás recorría y marcaba con minuciosa, obsesiva prolijidad, su lápiz negro no. 5 de punta afilada. Había tildado cada uno de los números de la lista por cuarta vez, tal como lo exige su tarea. Ahora guarda esos papeles en una bandeja pulcra y gris.
Se levanta y acerca la silla al escritorio en un gesto que clausura su lugar de trabajo hasta el día siguiente, cuando el mismo gesto recorra el camino inverso.
Descuelga de la percha su abrigo gris. Se lo pone y sale, no sin antes apagar la gris lámpara del escritorio.
Camina las seis cuadras que lo separan de su casa. Se detiene en la verdulería y compra las tres frutas que consumirá por la mañana.
También compra el pan. Compra la leche. Y compra, sin pensar, el paquete de fideos moñito: los de cada martes. No hace falta comprar la salsa; sus fideos no llevan salsa, apenas un chorrito de aceite de girasol y muy poca sal.
Abre la puerta, enciende la luz del diminuto living: primero la grande, y luego la lámpara sobre el sillón tapizado de cuerina verde. Entonces vuelve sobre sus movimientos y apaga la de arriba.
Se quita el abrigo. Lo cuelga en una percha idéntica a la que tiene en su oficina y lo suspende del marco de la ventana, para que se oree…
Se quita el suéter verde, lo extiende en una silla que acompaña a su mesa de luz, porque es bueno dejar respirar la lana, Arnoldo. Después de usarla, nunca la guardes enseguida.
Se pone una camiseta muy grande y muy blanca.
Sin descalzarse, se quita los pantalones, los dobla haciendo coincidir las rayas de ambas perneras y, así alineados, los cuelga.
Se pone unos joggins deformados y raídos de indescriptible color.
Siente que se siente distinto.
Entonces, ahí sí, se quita los zapatos…
…y mira hacia arriba, respira lo más hondo que puede, se estira, se levanta, se despeina.
Y comienza a girar.
Y gira. Primero gira lento con los brazos extendidos como alas. Y gira.
Va levantando vuelo, suave. Vuela alrededor de su minúsculo living, esquivando la lámpara-ventilador del cielo raso. Ve su mesa, los fideos moñito, el abrigo suspendido y el suéter de lana tomándose un descanso.
Vuela de una punta a la otra, y en cada vuelta se percibe más ágil, más liviano y transparente.
Disfruta viendo que su vuelo va dejando estelas de luz sobre las cosas: el sillón, el abrigo y los fideos ahora brillan, y él mismo es pura luz como una estrella.
Siente la cara encendida y el corazón trotando imparable al ritmo de su vuelo. Es consciente de ese loco latir, de ese expandirse. Entonces, a punto de salir por la ventana, lo piensa mejor.
Y se detiene.
Y baja.
Y aterriza en el parqué.
Deja caer los brazos, que vuelven a colgar a cada lado de su flacucho torso.
Echa al agua los fideos, y al rato los come despacio.
Reclinado en su verde sillón, iluminado por la lámpara, lee dos poemas —Arnoldo, bien que mal, tiene sus fantasías.
Se lava los dientes y se acuesta.
Ya casi adormecido y por primera vez en todo el día, se le escapa una sonrisa, único signo de placer con nadie compartido.
Se acomoda —apenas un breve movimiento—. Y se duerme sin siquiera permitirse la más mínima arruga entre sus mantas.