domingo, 30 de enero de 2011

Diciembre - Claudia Sánchez


Cada vez que llega diciembre al hemisferio sur, dos entidades que moran, en el centro de la tierra, una, y en lo alto del cielo, otra, se empecinan en extraerme la energía vital que me mantiene en movimiento. Trabajan juntas en una sinergia perfecta. Cuando duermo, la profunda se entromete en mi sueño y me hace trabajar y me persigue y me acosa y me agota, hasta que la etérea llega a despertarme. Y cuando debo comenzar mi día, ésta me duerme, me agobia, me lentifica, me fastidia, me desgana, hasta que la noche llega y todo vuelve a comenzar. ¿Será porque en estos momentos, y según mi altura desde hace añares, la inclinación del eje de la Tierra hace converger las fuerzas de ambas entidades en la intersección de mis dos centros, el vientre y la crisma? Sí, será por eso. No porque se avecine otro diciembre sin ti.

Ilustración: "Green squall", Yacek Yerka.

Tal para cual - Javier López


Se había anticipado a la cita. Y es que Luis tenía la costumbre de llegar siempre diez minutos antes.
Mientras tomaba un café, pensaba en Liberta, su Dulcinea, la mujer con la que compartiría su vida, sus sueños, ilusiones, esperanzas. ¡Eran tantas las cosas que sentía por ella, sin apenas conocerla!
Se preguntaba cómo sería físicamente, pero eso no cambiaría nada. "La belleza está en el interior", recordó. Y eran muchas las virtudes que adornaban a Liberta. Lo demás apenas importaba.
Estaba seguro: aquellos anuncios en el periódico cambiarían sus vidas. Aparecieron el mismo día, en la misma página, como si el destino los hubiera elegido al uno para el otro. Ambos se buscaban, estaba claro. Todo eran señales en favor del encuentro. Ella había publicado "Ama busca sumiso". Él, "Sumiso busca Ama".

Ilustración: "Strawberry beach", Yacek Yerka

Sala de espera - Sergio Gaut vel Hartman


Mientras aguardaba al cardiólogo reparé en el tablero que detallaba las especialidades de los médicos que empleaba la clínica, sus nombres, apellidos y las obras sociales que se atendían. No era demasiado diferente de cualquier pizarra que podía encontrarse en un consultorio, excepto por un detalle que llamó mi atención: en casi todas las palabras faltaba una letra, lo que no era un obstáculo para comprender lo escrito. A “reumatología” le faltaba la “t”, a Oscar Leiva la “o”, a “dermatología” la “d”, y así por el estilo. Lo malo fue que en algún momento, agotado por la espera, decidí organizar las letras que faltaban en un texto coherente, y el resultado me perturbó de un modo atroz. “Todos los pacientes del Dr. Smert morirán antes de fin de mes”. Está de más que señale que el Dr. Smert es el cardiólogo al que visito por primera vez.

Ilustración: "Gameboy", Yacek Yerka.

El juego del no lugar - María Elena Lorenzín


Cuentan que en París hay una calle que siempre cambia de lugar, un día aparece en Montmartre y otro por Montparnasse. Los carteros se vuelven locos de tanto sobre sin entregar y los propietarios salen de casa sin saber dónde estará su calle al regresar. Atraídos por el fenómeno llegan turistas de todo el mundo con sofisticados instrumentos de GPS y aunque nunca encuentran la traviesa calle, igual regresan contentos a casa.

Ilustración: "Two snails", Jacek Yerka.

sábado, 29 de enero de 2011

La séptima víctima - Marcos Zocaro


De pie en medio de la oficina, Sabrina está shockeada, la fotografía le quema las manos y se pregunta si sus amigos también recibieron una igual antes de morir.
La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a una época tan lejana como feliz; los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara sin saber que en ese mismo instante estaban firmando su sentencia de muerte.
Atónita, Sabrina observa el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos, el asesino los ha recortado prolijamente, salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva, su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el peor de los presagios: ella será la octava víctima, seguirá los pasos de sus amigos y nada ni nadie lo impedirá.
Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose todo por delante (incluso a su jefe), sube al auto estacionado en la puerta y se dirige hacia su casa.
En medio de su desenfrenada carrera, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la hizo saltar de la cama: “Encontraron el cadáver de Alex en el río”, le dijo llorando, para luego agregar: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la camilla metálica donde descansaban los restos de lo que había sido su amigo Alex: no hubieran podido reconocerlo si no hubiese sido por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.
Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana la muerte visitó a Nadia: su cuerpo salvajemente golpeado fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina no relacionó ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela…
Un bocinazo la devuelve a la realidad, pero en lugar de aminorar la marcha acelera aún más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo. Está decidida a no ser la octava víctima.
Diez minutos más tarde llega a su casa, salta del auto y corre hacia la puerta. Al abrirla se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho; quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.
Avanza un par de metros hacia el interior de la casa. Está todo revuelto: infinidad de papeles en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y masetas rotas…
Sin que ella les dé la orden, sus piernas comienzan a huir: corre hacia el auto, sube y acelera a fondo, justo cuando la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiese llegado a advertirle… En cambio, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar: Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto en el que iban contra una torre de iluminación.
Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.
La imagen deformada de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente, y al recordarla no puede evitar estremecerse.
De repente tiene una idea. Gira en el primer retorno y encara hacia el este, hacia el campo de sus padres: aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida.
En ningún momento piensa en recurrir a la policía, Sebastián ya lo pensó antes y acabó misteriosamente con una bala enterrada en su cabeza.
Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta iluminando el horizonte, Sabrina llega al campo. Cruza la tranquera y detiene el auto frente a la casita que interrumpe aquel inmenso páramo.
Antes de apearse mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca que un grito desesperado escape de su garganta. Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido.
Presa del pánico, abandona el auto y camina a paso acelerado hacia el interior de la casa. No hay luces encendidas y la oscuridad lo envuelve todo. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra.
Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y… el grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la fotografía tomada en Brasil, y los rostros recortados forran el suelo.
El miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá en la octava víctima.
De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, y automáticamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y… retrocede aterrorizada. No puede creer lo que le muestran sus ojos. Y de inmediato sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella, apuntándole con un arma.
Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

Distinta suerte - Raúl Lima


En una cárcel de Sevilla y allá por el mil seiscientos, un hidalgo manco llenaba cuartillas y cuartillas con las aventuras de un tal Alonso Quijano, que logró salvar de la mirada escudriñadora de los carceleros. Las publicó con el nombre de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” y gustaron tanto que hubo una segunda parte y hasta una falsificación.
Por esos años, en su casona de la Mancha y en noche de duermevela, Alonso Quijano soñó con un preso al que le faltaba una mano, perdida en alguna batalla entre cañonazos y aire salino. Cuando despertó escribió un cuento, al que tituló “Don Cervantes de Lepanto” (perdido para la posteridad, ya que su Ama lo incineró junto con sus libros de caballerías).
El preso manco del cuento de Alonso Quijano vivió sesenta y ocho años sobre la tierra y, pese a algunos pecadillos, logró ingresar en el cielo. En cambio el hidalgo que sirvió de modelo al Quijote, por el descuido de los carceleros, lleva cuatro siglos en un infierno donde a diario es atormentado por inclementes demonios: críticos literarios, profesores de literatura, autores de minicuentos...


Tomado del blog de autores santiagueños En Los Esteros

Mamá quiero ser una estrella del rock - Héctor Gómis



Mamá quiero ser una estrella del rock. Quiero subirme a las barbas de la vida y estirar de ellas con fuerza. Quiero mostrarme ante masas enfervorecidas y provocar su locura. Deseo ser grande, más que la vida, aunque sea durante apenas un segundo. No pido ser un artista, no busco trascender, ni crear nada, ni conectar con nadie. Sólo quiero triunfar, lucir por un momento y saber qué se siente siendo un Dios, y ser entronizado, y gozar del sexo más salvaje con quiceañeras encocadas, y provocar desmayos, y destrozar hoteles. No te pido mucho, mamá, sólo dame eso. Concédemelo y seré feliz. Quiero que mi cuerpo se infle con drogas y alcohol, y me haga volar, y que el resto me mire desde abajo. Y que me adoren, y que me odien, y que me besen y que me escupan después de haberme besado, y que el mundo se rinda a mis pies, y que saquen la foto de mi culo en la portada de una revista. Sólo pido eso mamá. No te cuesta nada conseguirlo para mí. Quiero romper guitarras contra el suelo, y que griten a mi paso, y que me concedan todos los deseos, y volverme imbécil, y olvidarme de quien soy. Y poder maltratar a quien me rodee, y que aún así me sigan amando, o incluso me amen aún más. Quiero ser un enviado del diablo y lograr que miles me sigan, y que nos llamen legión. Quiero coleccionar virgos, y traficar con vidas ajenas, que todos mis caprichos se cumplan en el acto, y que al tiempo cualquier lujo me aburra. No tiene que ser tan difícil mamá. Tú puedes hacerlo para mí. Haz que sea una estrella del rock, y que todos me miren desde abajo y deseen estar en mi lugar. Haz que mi vida sea una montaña rusa. Busca un punto lo más alto posible y lánzame hacia allí. Tú haz sólo eso, dame el impulso, que yo me ocuparé del resto. Yo me encargaré de la caída y de dejarte un bonito cadáver.


Tomado de Un cuento a la semana

viernes, 28 de enero de 2011

Siempre he sido, ¿cómo se dice...? Precoz - Stefano Valente


Cuando nací, mi madre ya llevaba veinte años muerta. Luego, obtuve mi grado universitario en la escuela primaria. En mi primera boda, mis hijos del tercer matrimonio fueron los testigos. Consigo trabajo, primer día, me siento en el escritorio, ¡buenos días!, los compañeros con los ojos desorbitados: “¿Pero no hace tres años que te jubilaste?”.
Basta. Esto no es vida. Cuando besé por primera vez a una mujer, sentí en los labios el frío de su tumba...
Me gustaría parar. Respirar profundamente. Reflexionar –sobre los segundos que transcurren lentamente-. Pero sé que es una ilusión. También esta pistola en la sien es inútil.
Apretar el gatillo no sirve de nada.
Y no es por cobardía.
Lo hago siempre, en cada reencarnación.

Traducción del escritor Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)

Stefano Valente

En serio - Silvia D'Imperio



Yo conocí a alguien que no tomaba nada en serio. Se reía todo el tiempo. Lo único que le importaba era tener a quién decirle que no le importaba nada de nada. Entonces, un día ya no encontró a nadie a quien decirle que no le importaba. Y nadie y nada empezaron a ser su compañía todo el tiempo. Entonces dejo de reír. Y por sorpresa le asomó una lágrima.
Esa sensación lo dejó tan confundido que tuvo que buscar a alguien para que le explicara.
Esa fue la primera vez que algo le importó y no le dio risa.

Desde el jardín – Héctor Ranea


A la luz de la Luna llena, vio un murciégalo, luego otro. Pasaron varias veces. No sabría decir cómo podía asegurar que eran los mismos. Tal vez le gustaría que fueran los mismos.
Estaban comiendo. Era evidente. Escuchaba los chasquidos complejos que usaban para comunicarse entre ellos desde lejos. Luego, silencio. Él sabía que durante la cacería usaban sólo sonidos inaudibles.
Al poco rato, los quirópteros eran más de una docena. Obvio que había más comida y la estaban aprovechando. De hecho, a su lado empezaron a revolotear mariposas suculentas, moscas insólitas, escarabajos livianos y jugosos. Miles de otros murciélagos vinieron de varios lugares a comer. Pronto, los comensales no fueron sólo murciélagos. Se animaron los búhos, las lechuzas y otros aprovecharon el banquete. De pronto, todos desaparecieron, comida y predadores. Como si nada de aquello hubiera existido, quedaron las mariposas habituales. Ahora podría comérselas él.

Héctor Ranea

jueves, 27 de enero de 2011

Algo rojo – Héctor Ranea


La niña apenas si servía para traernos agua. Cada vez que partía por el sendero al manantial, en lo oscuro del bosque, creíamos que no volvería. Su valor había sido menor que el del jarrón que le dábamos para acarrear el agua. Su historia era sencilla: robada, vendida varias veces. Nada particular. Sólo que tenía un par de golpes en la cabeza donde algún patrón le había quebrado los huesos para que le encajara el culo de una vasija para que se quedara más tiempo. Evidentemente, no sabía cómo traer los cacharros. Niña tonta. La noche que no volvió no nos extrañamos que su suerte hubiera sido la peor.
Al amanecer, los hijos de los leñadores encontraron, por suerte, el jarrón y el tapado con capucha roja. Suponemos que habrá muerto ahogada en el pantano o tal vez un lobo errante la despachó. Que el barro haga con ella lo que no hemos podido nosotros.

Adicciones – Esteban Moscarda


Soy adicto a la música. No puedo evitarlo. El problema es que mi vida se ha convertido en un infierno por culpa de ella. He llegado al punto de no retorno. Todo comenzó hace dos años. Trabajaba en una oficina, haciendo tareas administrativas, aburridas tareas administrativas. Para hacer llevadera la jornada, y como mi trato con la gente era mínimo, comencé a usar en el laburo un MP3 de 64 gigas donde estaba almacenada toda la música que tenía. Era increíble. Había allí desde Reggae hasta música culta, pasando por rock progresivo, hindú, electrónica, tango y jazz, entre otros. Era feliz. El mundo de los papeles y los horarios se hacía líquido mientras mis oídos y mi alma estuviesen bajo la manta sónica que me envolvía siempre. Pero pronto me di cuenta que la necesidad de escuchar constantemente música también la sentía en casa. Así que en mi hogar, hiciese lo que hiciese, tenía que estar enchufado al MP3, mis oídos absorbiendo las notas del ecléctico repertorio, todo el santo día. Si por alguna razón se desconectaba el aparato, caso de que se agotase la batería, la realidad se tornaba insufrible, como el síndrome de abstinencia de un adicto a la heroína. Como sospecharán, pronto perdí amigos y familiares y, finalmente, el trabajo. Pero ahora es peor. Hará unos días me di cuenta de algo que era previsible y que, una vez comprobado, una vez que las sospechas se hicieron certezas, constituyó el peor suceso que me podía pasar en la vida: me estaba quedando sordo. Este es el final. Ya no aguanto más: creo que me suicidaré con música, tal vez con algo minimalista o con una cruda guitarra rockera…

martes, 25 de enero de 2011

¿Cuál es el apuro? - Fernando Puga


Te sentarás frente al teclado. Apoyarás tus dedos de acuerdo a lo aprendido en las intensivas clases de dactilografía. Veloces, las palabras se desplegarán sobre la pantalla; sin descanso hasta el punto final.
Con el manuscrito impreso irás a la editorial. Presentarás tu novela al concurso más importante de la lengua castellana y por supuesto ganarás.
Tu vida cambiará irreversiblemente. No más tediosas horas detrás del mostrador, no más la necesidad de que ella trabaje tanto, que lo haga si quiere, a partir de este momento este exitoso escritor mantendrá la casa y darás comienzo a una vida acomodada.
Después abrirás el botiquín. Vaciarás el frasco en la palma de tu mano y breves tragos de agua empujarán de a una las pastillas a través de tu garganta. Tarea cumplida, murmurarás satisfecho, mientras te dispones a dormir por toda la eternidad.

Ganado en buena ley – Sergio Gaut vel Hartman


—Muy bueno. Toda una lección de reciclaje.
—¡Genial!
—¡Me gustó mucho!
—Ingenioso.
Los saludos obsequiados al ganador de la Bienal de Arte Contemporáneo solo sirvieron para aumentar su perplejidad. Él se había limitado a amontonar la basura junto a la estatua de Fauna y no contaba con que un psicoanalista lacaniano hubiera visto en el conjunto que la verdad tiene estructura de ficción y que un junguiano dedujera la relación del grupo escultórico con los extraterrestres arquetípicos que visitan la Tierra desde la más remota antigüedad. Cuando el recolector de desperdicios trató de explicar la situación, los defraudados espectadores llamaron al loquero y enterraron al impertinente bajo una tonelada de ribotril, que fue comprada con el dinero del premio.

Karma con censo – Guillermo Vidal


—Solo si todas y cada una de tus millones de víctimas acuerdan perdonarte por lo que les has hecho, y recién y cuando puedas reparar con bien todo lo que les has quitado y cubras cuanto no pudieron hacer a causa de tus crímenes.
—¿Entonces podré entrar al cielo?
—Entonces recién podremos empezar a hablar del tema. También cuenta la opinión del diablo.

Los cables - Claudio Leonel Siadore Gut


Los cables amanecen de poste a poste vibrando, se arraciman sobre las esquinas y desayunan pájaros, trepan de tapia en tapia, de techo en techo, de mano a mano, prendemos luz, prendemos radio, tele, y mientras se infiltran a la casa de al lado a través de un resquicio, desde el poste por el que llegan van segando los pedazos del día, y dividen la noche en parcelas.

Personal especializado – Javier López


Los grandes almacenes Herregud contrataron a un grupo de titiriteros para trabajar en su centro de control.
Su tarea consiste en observar desde los monitores de circuito cerrado a los clientes más indecisos.
Ahora son ellos quienes los dirigen, mediante hilos invisibles, hacia las distintas secciones y productos, para que realicen sus compras.

Profecía - Ademir Morales Rojas


Una vez más Sonia y los graffiti. Ramón dejó de pensar en lo primero para concentrarse en lo segundo. Había descubierto, por fin, la clave de la profecía en esos rayones con aerosol en ciertos vagones del metro. Lo había logrado justo hoy que había descubierto el engaño de Sonia. Un suspiro hizo que Ramón casi dejara caer sus libros y su cuaderno al piso del vagón semi-vacío.
Cada noche cuando regresaba a casa desde la Universidad —desde que la tesis agotadora le había conferido el dudoso honor de ser el último en salir de la Biblioteca Central— estudiaba con interés de profesor de sociología las crípticas pintas en los vagones del metro.
Al salir del metro dejaba de ocuparse de ello y se concentraba en la inminente cita con Sonia, su bella noviecita de Coyoacán. Sin embargo, cuando comenzaron los reclamos de la chica por sus ausencias y su exagerada dedicación académica, Ramón comenzó a presionarse a tal grado que cayó en un permanente nerviosismo, una tensión que lo alteraba en grado sumo.
Precisamente en ese tiempo descubrió el secreto de los graffiti, los increíbles mensajes disimulados en gariboleadas grafías. En cada recorrido por la línea 3 del metro, que a veces repetía sin necesidad, para investigar más, halló la clave de esa secta terrible que proyectaba un sangriento crimen, un abominable sacrificio ritual.
La noche en que acudió Ramón a casa de Sonia y los reclamos se transformaron en esa cruel sonrisa terminante (y la del hombre quien acompañaba a Sonia), fue en la cual Ramón descifró el graffiti definitivo, justo en el último metro en circulación, luego de vagar de tren en tren con las lágrimas en el rostro y los libros temblándole en las manos.
El mensaje secreto explicaba el lugar del bizarro ritual. Ramón bajó subrepticiamente a las vías y se internó en el túnel de la estación terminal del metro, sin fijarse en las ratas y cucarachas que le corrían por entre los tenis. Pronto encontró la enorme grieta y se internó en aquel ámbito de lodo y roca.
En cuanto se acostumbró a la oscuridad, Ramón descubrió por fin las miradas ansiosas que lo estudiaban.
Eran decenas de hambrientos seres, que en el día vendían, robaban o mendigaban en los vagones del metro, pero que de noche en noche se reunían en ese sagrado lugar para venerar un oscuro motivo de vida, entre cánticos, rezos y conjuros desquiciados.
Eran muchos sí, pero Ramón tuvo la satisfacción, en su último instante de vida, de percatarse que la profecía que había descubierto se había cumplido y de que, para él, los muchos feroces dientes que lo desgarraron no fueron tan dolorosos como los de aquella cruel sonrisa que nunca dejó de recordar.

Tomado de Literatura Virtual.

Visita - Olga A. de Linares


Yo no quería venir. Pero cuando má dice “hoy vamos a ver a la tía”, no hay más vueltas. Tenemos que venir, sí o sí. “Para eso somos familia”, dice. Prefiero ir a lo de Inés, que sí es mi tía-tía, ahí no hay problema, juego con mis primos y lo pasamos bárbaro; además ella es linda, se ríe siempre, aunque hagamos lío, y me da galletas de chocolate... Tía Antonia no se le parece en nada. A mí me hace pensar más bien en una bruja. Y huele siempre raro, un poco como las cosas que guardamos en el placard de la piecita del fondo. Además, todas las veces me mira como si no supiera quién soy. Má me dijo que es hermana del abuelo Luis, que está sola y enferma, y que por eso tiene que vivir acá, en este lugar lleno de personas igual de reviejas y que a mí me asustan un poco. Antes, el único que la visitaba era el abuelo. Pero se murió y ahí fue que tuvimos que empezar a venir nosotros. Má dice que es lo menos que podemos hacer. Bueno, está bien, digo, si a ella le gusta... Lo que no sé es para qué me trae a mí. Ya le dije un montón de veces que soy grande, que me puedo quedar en casa mirando la tele, pero no hay caso. Que no me va a dejar solo, dice. Y que ella tampoco está chocha de la vida por perderse la tarde del sábado después de laburar toda la semana. Pero que se lo prometió al abuelo y ella siempre cumple lo que promete. No sé, a mí me prometió hace mucho que me iba a comprar la camiseta de River y todavía nada.. Al final, me voy a hacer viejo esperando, igual que el abuelo Luis y la tía Antonia. Porque aunque parezca raro, hace como mil años, ellos también fueron chicos. Los vi en unas fotos que encontré en una caja adentro del ropero del abuelo. Má dice que tengo los mismos ojos y el mismo pelo que él. La nariz… no tanto. “Esa la sacaste de tu padre”, añade, y me parece que eso no le gusta mucho. Yo no sé si lo de papá es cierto, porque ella tiró todas sus fotos cuando se fue, y no me acuerdo cómo era… Pero bueno, la cosa es que a mí la Antonia de esas fotos de antes me gusta más que esta de ahora. Y me pasa que mucho no entiendo cómo puede ser la misma. Le miro el millón de arrugas, y los ojos chiquitos, y… ¿saben de qué me acuerdo? De una tortuga que tuve que se la comieron las hormigas. Si hasta mueve la cabeza igual… Má le cepilla el cabello, le corta las uñas, le da un caramelo de miel… Después creo que ella tampoco sabe qué más hacer. Se pone a mirar por la ventana, y nos quedamos los tres callados, escuchando el ruido de la calle, el televisor que los otros viejos están mirando en el comedor, el tic-tac de un reloj que parece un granadero de guardia en el pasillo. En lo único que quisiera pensar es en que cada vez falta menos para irnos. Pero también pienso si algún día no habrá otro chico como yo sentado acá, mirándome y pensando si seré o no el mismo que él vio en alguna foto vieja.


Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/

La galería – Héctor Ranea


En la galería estábamos más frescos. Hacía tanto calor afuera de ella que nadie quería salir y quienes lo hacían era porque no tenían otro remedio, y a regañadientes se resignaban al solazo. Por suerte, mi mujer y yo sólo paseábamos y nuestra única tarea era descansar un poco y llegar a tiempo a la función del cine, que estaba tan cerca que no debería ser difícil de cumplir, aún yendo por fuera de la galería. Por eso nos internamos en ella.
Era oscura, sólo estaban iluminados los negocios, no el pasillo. Eso hacía resaltar más la luz de los extremos, uno en la avenida y el obelisco, otro en la cortada de donde habíamos entrado hacía unos minutos. Más adentro estaba aún más fresco, pero no mucha gente quería gozar de este extraño privilegio, probablemente para evitar el golpe térmico al tener que salir en breves instantes.
Dentro, los negocios no parecían ser diferentes a los habituales excepto, tal vez, por la profusión de los que se dedicaban a tatuajes, a masajes Thai con auténticas chicas venidas de ese país, según anunciaban los carteles, escribanos que ofrecían descuentos en transferencias de titularidad de automotores y abogados dedicados a cuestiones de herencias. Pero más adentro, cerca de la entrada al edificio de dichas oficinas, en el centro de la galería, había un anticuario de joyas cuyo nombre en sí era digno de protagonizar una novela y por esa razón no lo menciono acá.
En las vidrieras de ese negocio, bien iluminadas desde adentro, había tres niveles. Para poder mirar los dos más bajos había que agacharse progresivamente. En el primer nivel tenía las joyas típicas que la gente descarta del joyero personal cuando necesita efectivo: pulseras, relojes, collares, nada especial. También había marcos para fotos en metales nobles. Pero era la bandeja más inocente, a decir verdad.
En la segunda bandeja los elementos expuestos eran más interesantes. Se trataba, en su casi totalidad de anillos. Bandejas y bandejas llenas profusamente de anillos, a cual más interesante. Mi señora me hizo notar que no era la posición habitual para exhibirlos, ya que hubiera sido más cómodo el primer nivel que, por otra parte, parecía vender mero producto de cambalache mediocre, mientras que los anillos eran en verdad encantadores.
Había una bandeja, por ejemplo, con anillos de sello. Monogramas, piedras preciosas y semipreciosas, algunas con evidentes vidrios de color pero con tallados estupendos, todo lo que abundaba en el escaparate le daba un aspecto extraño mezcla de tumba de capuchinos con tesoros de piratas. ¿Por qué dije tumba? Mi mujer me miró extrañada por la comparación y me preguntó lo mismo. Tal vez sea, ensayé en aquel momento, que ver tantos anillos ordenados me hizo recordar a las tumbas colectivas con los cráneos monacales formando macabras figuras de dudoso gusto pero ciertamente seductoras.
Una de las bandejas más nutridas me permitió ver un anillo importante. Se trataba de un dibujo extraño, en principio, y que sólo se podía ver en libros de arqueología, en el que dos espirales planas se desarrollan en forma logarítmica en fases contrapuestas, de modo que el esquema es el del camino de las burbujas en las hélices de una nave, proyectadas contra el plano del anillo. Una muestra estupenda del arte funerario de la edad de piedra. ¿Pero qué hace un adorno semejante en un anillo? Pronto vi otros anillos con adornos inquietantes como ese. Uno tenía la cabeza de un león cuyos ojos tenían pupilas triples, otro tenía la forma de un cilindro de Nínive que había visto en el libro del Museo Británico, un tercer anillo terminaba con un adorno que era la reproducción del pico del ave ibis. Y así todos. Lo que dije entonces fue: estos son anillos que pertenecieron a masones. Y en ese momento se abrió la puerta del negocio.
La encargada era una señora casi de mi edad, rubia teñida con grandiosos senos gran parte de ambos al aire, con una gran sonrisa y una simpatía que se transmitía por todo su cuerpo, hasta los pies, calzados con tacos de aguja sencillamente imposibles de usar para un mortal común.
Nos invitó a pasar. Dijo que había mejor vista de esos anillos. Y nos empezó a mostrar algunos de esa bandeja que yo calificara de artículos de masonería. Había de todo tipo de adorno, aunque ella negó con cierto énfasis que pertenecieran a masones muertos. Gorros frigios, manos de seis dedos, escuadras y compases combinados de cien modos, hoces, amarilis, flores de lis de cuatro labios, abejas de un ala, toda la parafernalia común a estos casos, mal que le pese a la rubia despampanante. Justo en el momento en que nos mostraba un anillo de oro con un pulgar izquierdo, eché una mirada al último estante, al más profundo.
En él había una serie de estatuas de tamaño de la palma de la mano, entre los cuales una serie de pájaros extraños parecían trinar en un idioma y frecuencias insólitas parecidas a tazones de bronce tibetano. La mujer nos miró con cara de pedir comprensión, como si estuviera haciendo algo ilegal, más de pedir perdón incluso que de complicidad. No pude evitar mirar a sus ojos y luego bajar la vista a su escote. Ella, lejos de ruborizarse, se miró a sí misma como comprendiendo que mi mirada había sido distraída por esa parte profunda de su cuerpo.
El pulgar del anillo era un motivo de discusión con mi mujer, que no quería saber nada de comprarlo, a pesar de ser de oro y estar a un precio casi irrisorio, de modo que no advertíamos que los pájaros, fundidos en vaya a saber qué aleaciones extrañas, emitían sonidos cada vez más semejantes a la música que siempre hubiéramos querido escuchar. Cuando nos dimos cuenta, todo nos giraba alrededor de nosotros y alrededor de la mujer del negocio. Confieso que sentí miedo, sobre todo de estar siendo drogado. En un parpadeo dejé de ver a mi esposa.
Ahora canto entre medio de los pechos de esa mujer. A veces hace demasiado calor, nunca frío. A veces me acomoda amorosamente en el escaparate, al abrigo de la vista de los pocos visitantes, junto a otros pájaros canoros. En el negocio que está enfrente me ha parecido ver alguna vez el retrato de mi esposa en la portada de un disco y trato de cantar, pero al menor intento la mujer vuelve a ponerme entre sus pechos donde me balanceo, me duermo, me desvanezco y olvido. Olvido.

El café frío – Martín Gardella


Como todas las mañanas, leía el diario mientras tomaba un café cerca de la oficina. De repente, vi aparecer a Eduardo cruzando la puerta. Hacía mucho que no lo veía al flaco; estaba casi igual que la última vez que nos habíamos encontrado, algunos años atrás, en esa misma cafetería.
Se acercó caminando directo hasta mi mesa y festejamos el casual encuentro con un abrazo amistoso. Lo invité a sentarse y tomar un café conmigo. Le conté acerca de mi vida, de cómo estaban los chicos, mi esposa, los perros, nuestros amigos en común. Sin embargo, él me escuchaba en silencio, con apatía, apuntando su mirada triste hacia la tacita de café que se enfriaba pasivamente. A pesar de mis preguntas, no quiso contarme nada acerca de sus cosas, salvo algunas quejas por tener demasiado tiempo libre en esos días. Al despedirse, noté que lo estaba haciendo para siempre. Se alejó sin darse vuelta, arrastrando los pies, esquivando las mesas tardamente. Estaba raro.
Me quedé leyendo el diario por un rato. Descubrí que el nombre del flaco se repetía varias veces, escrito en negritas, entre las necrológicas.

Bon appétit – María del Pilar Jorge


Esa mañana, al despertar, supo que le sucedía algo diferente. Se levantó de la cama con dificultad y logró llegar hasta el baño. El espejo reflejó una cara gris, macilenta, en la que asomaban un par de ojos desorbitados. Tenía sed, sed y hambre; trató de beber algo de agua, pero una sensación de asco irresistible lo hizo vomitar un líquido amarillento.
La visión de los alimentos guardados en la nevera le produjo asco. Sin embargo, tenía mucha hambre.
Desconcertado y sin preocuparse por vestirse adecuadamente, salió a la calle para toparse con personas que vagaban como él, desorientadas y famélicas, musitando un pedido inaudible. El hombre también comenzó a vagar, hasta que se cruzó con esa muchacha de largos cabellos lacios y figura andrógina; el dulce aroma de su piel le produjo una rara excitación que lo hizo olvidarse de todo lo demás. Apoyando una mano sobre el hombro de la joven, murmuró:
—Tu eres muy bonita —pero ella lo miró, lanzó un alarido e intentó alejarse corriendo. La mano se convirtió en garra y la atrajo hacia sí con desesperación.
Finalmente, mientras saboreaba extasiado el azucarado sabor de esa piel tan tersa, tan rosada, el zombi comprendió.

lunes, 24 de enero de 2011

Fantasía oscura 1 – Cristian Mitelman



Angustiado por un amor esquivo, un hombre decide suicidarse saltando desde el puente que cruza el río Yuán. Tiene la mala suerte de caer sobre la barca de un humilde pescador que navegaba a altas horas de la noche, cuando reina el silencio y hay mejor pique. Mata al pescador que era aquél con quien la mujer había decidido quedarse.
Los jueces encuentran culpable al fallido suicida y lo condenan a la horca. Esta vez el hombre logra su cometido y pasa al trasmundo sin inconvenientes de importancia.

La señorita reparte – Héctor Ranea



Flaca. Con las piernas bien al aire para mostrarlas, con tacos altísimos, entregando papeles por la calle, al sol. Increíble sol de infierno en la ciudad infernal. En los papeles están escritas direcciones para resolver varios menesteres: encontrar una nacionalidad que creías no tener, promesas de monedas de gran valor, señoritas de alta temperatura, al parecer erótica y finalmente una dirección, la más importante, en la que una dama sin prejuicios anuncia que puede adivinar el futuro mediante cartas grabadas por el mismísimo Nostradamus. ¡Qué irónico! Si la señorita que reparte papeles hubiera podido leer su futuro en manos de aquella vidente, probablemente no hubiera elegido asarse al sol como lo está haciendo ahora. Pero, claro, nadie cree en alguien que dice leer el futuro. La chica que reparte sabe que el futuro está en casa, esperando la moneda y el pasado en aquel pueblo, olvidándose de ella.

Dulce deseo frustrado - Héctor Rivero



Cuando la pecosa y yo nos encontramos en aquel callejón, me enseñó una; y le pedí, mejor, casi le imploré, que al menos me dejara tocarla.
Y accedió…
—¿Puedo darle una chupadita?
Su “NO” fue rotundo.
Y, riéndose, se echó a correr, dejándome sin probar un poquito de aquella piruleta de fresa que tanto me gustaban. Tenía para aquel entonces catorce años y fue, definitivamente, mi primera decepción con el sexo opuesto.


Tomado del blog SIN TON CON SON

domingo, 23 de enero de 2011

La musa de Hiperbórea - Clark Ashton Smith


Demasiado lejos queda su pálido y mortal rostro, y demasiado remotas las nieves de su pecho letal como para que mis ojos puedan contemplarlos jamás. Pero hay veces en que me llega su susurro, como un helado viento de ultratumba, debilitado después de atravesar los golfos que separan a los mundos, y que ha surgido sobre los últimos horizontes de desiertos rodeados de hielo. Y me habla en un idioma que nunca he oído, pero que siempre he conocido; y me habla de cosas mortales y de cosas maravillosas, fuera del alcance de los deseos estáticos del amor. Su relato no es sobre algo bueno o malo, ni sobre nada que pueda ser deseado o concebido o pensado por las termitas de la tierra; y el aire que respira, y la tierra por donde anda errante, estallarían como el frío cortante del espacio sideral; y sus ojos cegarían la visión de los hombres como si fueran el sol; y su beso, si pudiera alcanzarse, se retorcería acuchillando como el beso del relámpago. Pero al oír su susurro lejano y poco frecuente, me imagino una visión de vastas auroras, sobre continentes más grandes que el mundo, y mares demasiado extensos para las quillas de las empresas humanas. Y a veces balbuceo los lazos extraños que nos trae, si bien nadie los recibirá con agrado, y nadie creerá en ellos ni los escuchará. Y en algún amanecer de los años desesperados, me adelantaré y seguiré hasta donde me llama, para buscar el beatífico nado de sus distancias nevadas, para perecer entre sus inescrutables horizontes.

Geniocidio – Guillermo Vidal


Le correspondía como investigador en jefe hablarle al hombre recién activado, el resto permanecía un paso atrás, protegidos tras el grueso cristal.—¿Señor Cordwainer?—En realidad ese no es mi nombre, me bautizaron Paul, Paul Myron, pero da igual. ¡Vaya!, —dijo entusiasmado—esta vez sí me insertaron genes de gato; después de clonarme por quinta vez, me lo merecía. Las otras ocasiones no fueron tan felices —dijo Cordwainer todavía con la boca pastosa y revolviéndose satisfecho como un felino.—¿Ud sueña con ovejas eléctricas?—De ninguna manera, es otro autor —dijo casi en un susurro y parando las orejas—y solo para seudo humanos como los replicantes, una triste y bella historia; ojala en alguna parte está ocurriendo. Yo quería soñar con pájaros sabe, por eso pedí genes de gato, ¿entiende?—Es Usted muy extraño.—Extraño es ser tan plano en un universo de tantas dimensiones —dijo mientras se aseaba con la lengua bajo los sobacos.—No me avergüenzo.—Que afortunado, si yo estuviera en sus genes desfallecería, pero aquí estoy inaprensible. No insistan en clonarme, no van a comprender de donde viene el genio. Seguro que no soy el primero.—Hubo una larga lista y en la sala contigua hasta ayer estaba Leonardo Da Vinci; no quiso hablarnos más que en su lenguaje antiguo y perdido, entendimos muy poco.—De eso estoy seguro ¿Esperaban que hablara el lenguaje de ustedes?—¿No era un genio?—Puedo imaginar quien era él, no quiero pensar quienes son ustedes.—Los herederos de la humanidad.—Es exactamente la clase de conocimiento que no deseaba tener; no vuelvan a molestarme —con una especie de maullido les mostró los dientes y el Cordwainer quinto, se desplomó en la camilla para no despertar.

Niña esdrújula - Gilda Manso


Si las etapas de la vida se pueden dividir en pasado, presente y futuro, y al hecho de darle importancia a determinada cosa le llamamos “poner el acento en”, se puede decir que Kika era una niña esdrújula. Para mayor precisión: Kika vivía en el pasado. Lejos estaba ella de sufrir los problemas de sus amigas; Mariana cargaba sobre sus pequeños hombros la tangible gravedad de un presente abrumador, mientras que Lucía vivía agudizando la percepción para ver si así lograba adivinar el futuro. Claro que Kika tenía sus propios dramas. Eran dramas que ya no existían. Ya habían sido. Kika sufría pensando en el momento en que su mamá la dejara en la puerta del jardín de infantes, y no se daba cuenta de que ya estaba en tercer grado. Kika sentía terror cada vez que debía pasar por la puerta de la casa de Doña Matilde, porque el perro de Doña Matilde –que había muerto de viejo hacía un par de años- podía morderla. La vida de Kika consistía en repetir una y otra vez dolores reales pero inexistentes, por extraño que eso parezca. Una madrugada, Kika puso el acento con trazo grueso. Corrió a la cama de su mamá y le dijo: “Dale, mamá, despertate. Voy a nacer”. El acento, esa vez, se asemejó a un prometedor punto final.

sábado, 22 de enero de 2011

Monolingüe - Sergio Astorga


Era un yo mismo antes de que vinieran a rasurarme. Me han mirado y se olvidan que quise decirles a su debido tiempo que, el dedo oponible es el único testigo de que hubo espíritu.
A mí me han castigado los dioses, me dieron un doblez innoble, una bola amarilla y un pájaro de signos como alas.
No te reclamo por el espejo sino por esta monótona forma de decir las cosas.

Tomado del blog Antojos
Imagen Monolingüe de Sergio Astorga

Gén 22, 11-14 - David Baizabal


Pero el Ángel de Dios lo llamó desde el cielo y le dijo “Abraham, Abraham.” El contestó “Aquí estoy.” “No toques al niño, ni le hagas nada, pues ahora veo que temes a Dios, ya que no me has negado a tu hijo, el único que tienes.” Abraham miró a su alrededor y dijo “Aléjate, Satanás, yo obedeceré los mandatos del Señor”. Abraham llamó a aquel lugar “Yavé pone a prueba”. Y todavía hoy la gente dice “En ese monte enloqueció Abraham”.


Imagen by Christians - Deviantart

La Hucha - Luisa Hurtado González


Había empezado a tener problemas para meter el dinero en la hucha.
Algunos días después, con gran estruendo y mayor ilusión, la rompió golpeándola contra el suelo. Cuando abrió la manta en que la había envuelto, un batiburrillo de monedas, billetes y trozos de barro saturaron su retina.
¿Cuántos años había estado ahorrando? ¿Cuánto tiempo había tenido que esperar para tener al alcance de la mano su sueño? Y, ahora que lo pensaba más despacio, ¿cuál era su sueño?, ¿lo había olvidado acaso?
Durante algunas semanas anduvo vacío por la vida. Hasta que una mañana se levantó, salió de compras, adquirió la hucha más grande del mercado y volvió a casa con ella y una nueva sonrisa.


Tomado del blog Microrrelatos al por mayor

Imagen Raining coins from heaven-Deviantart

viernes, 21 de enero de 2011

La palabra del cuervo – Cristian Mitelman


Era un hombre que tenía el don de proferir siempre la palabra exacta. Al principio fue feliz, pero cuando los viajeros empezaron a reunirse a la salida de su casa para oírlo, se dejó ganar por una mezcla de angustia y vértigo.
Las mujeres iniciaron una persecución feroz y aun las rechazadas se sentían plenas y volvían para ser rechazadas nuevamente. ¡Tal era el don de su palabra!
Entonces nuestro hombre comprendió que en realidad había recibido una maldición y vomitó una serie de atrocidades que sus seguidores recibieron en éxtasis, porque consideraban que había que leerlas en clave alegórica. Según ellos, en el reverso de tales blasfemias anidaba la palabra exacta.
Decidido a no ser despedazado, logró escapar a un monasterio de clausura. Pero allí también lo persiguió la maldición. Los monjes veían en él la coronación del silencio exacto.
Al no poder hablar ni estar mudo, eligió el único destino posible. Lo hallaron con una soga de nogal pendiendo del árbol más alto de la comarca. Los cuervos, en vez de picotearle los ojos, destrozaron su lengua y cada uno se llevó una pequeña parte de la palabra exacta.
El más oscuro de ellos fue el que profirió, en cierta noche de tormenta, aquel ¨never more¨ que impresionó al poeta.

El hombre del jardín – Guillermo Vidal


Todo comenzó por un hecho intrascendente, nada inusual. Lázaro se había tragado una semilla; mientras masticaba un gajo de una mandarina jugosa y dulce, el pequeño carozo se le había escapado. Después de un tiempo notó que lo acompañaba un perfume dulzón no del todo desagradable y en una ocasión un colibrí trató de colarse por su garganta mientras da una clase. No pasó mucho tiempo que algunas mariposas monarca lo siguieron por el pasillo hasta la puerta de su departamento. Fue al médico.
Una vez que pasó por una batería de análisis el especialista se sentó con él y su mujer en el consultorio, levantó una placa; Lázaro noto que su torso parecía contener red de hilos compacta y apretada, supuso que se trataba de su aparato respiratorio.
—Eso que usted ve —dijo el médico— es un árbol.
—¿Un árbol? —repitió Lázaro.
—De mandarinas. Y en la parte posterior, no se ve bien, hay un jazmín y aquellas pequeñas manchas es probable que sea grama brasilera.
—¿Voy a morir?
—No por ahora.
—¿No me va a quitar todo eso? —dijo subrayando la última palabra como si se tratara de un tumor maligno.
—Temo que esas plantas están unidas de manera vital con su organismo.
—¿Qué me aconseja?
—Que lo riegue —dijo el doctor en la mayor de las calmas, como si al decirle una frase tan común convirtiera lo más extraño en un hecho común.
Lázaro trató de articular alguna frase, como si debiera oponerse a un consejo que de tan pedestre rozaba lo procaz.
No es una enfermedad, pensó Lázaro, ni un tumor maligno, es extraño pero después de todo es un jardín.

Hasta el próximo lunes – Xavier Blanco


Se acomodó y, antes de cerrar los ojos, miró por la ventana: la ciudad se movía incansablemente. Dejó caer sus párpados, deseosa de escuchar aquella dulce voz que tanto la tranquilizaba. Él hablaba y hablaba de las cosas más sencillas, de los sentimientos más básicos, de la vida misma. Ella sólo escuchaba. Alguna vez movía los labios de forma casi imperceptible, dibujando una leve sonrisa, un tenue "sí", un suspiro.
Una estridente sirena rompió su sueño. Volvió a mirar por la ventana. Una hora después su tiempo había finalizado. A lo lejos, su hija movía los brazos ostentosamente dibujando en el aire un "es lunes y ha venido mi madre a buscarme". Pagó la carrera y se despidió de Juan, el taxista, con un lacónico adiós.
Durante años él la había llevado, cada lunes, en su taxi al psicoanalista. Pero un día descubrió que lo que realmente le reconfortaba era ese momento. Cambió de terapia y ahí sigue, cada lunes, desde el taxi auscultando su ansiedad.

jueves, 20 de enero de 2011

Pasarela - Javier Montoro


Acomódate. Mira hacia arriba. Contempla y vislumbra los maniquíes del cielo. Extremadamente blanco. Tremendamente cielo. Los maniquíes se rehúyen las miradas. Se aprietan las manos. Unos contra otros chocan, se restriegan contra los muros, procuran esquivarse. Se aprietan las manos. Míralos, porque en el aire que se escapa entre sus dedos descansa la pasarela. La pasarela. La pasarela. Por ella debes viajar, encontrar tu tránsito, un cauce desmedido. Determínate. Aprende a configurar de nuevo las manos. Convierte los toscos apretones en tiernas caricias. Despliega la mano y abandona el lugar donde reside, cordial, el recelo. No hay sueño que contamine esta noche en vela. Fusión.
Dos maniquíes se han descolgado del techo.

Carnes III - Esther Andradi


Y ni qué decir, que si hay que elegir entre masculinidades, atraco con los chicharrones. Crocantes, irremediablemente sebosos, calientes y deliciosos. A cualquier hora, pero preferiblemente al desayuno, después de una noche larga.
Seductores varoniles, los chicharrones, casi siempre indigestos después, pero entretanto qué buenos.

Publicado en "Come, éste es mi cuerpo", Buenos Aires, Ediciones Último Reino, 1997.

Tomado de: Ficción Mínima

Las hogueras - Carmen Frontera Quiroga


Las hogueras en la noche salpican aquella calle oscura formando negras cortinas de humo, a su alrededor unas mujeres se quitan el frío invernal de sus desnudos cuerpos como una pobre cerillera se calentó un día sentada en el bordillo de una acera al calor de sus fósforos mientras soñaba con una mesa puesta con blanquísimo mantel y fina porcelana.
Un coche con frenazo de apasionado, observa a las mujeres. La elegida se sube en el jaguar que con sonido a merengue parte a toda velocidad. Ella imagina que algún día celebrará un San Valentín. De pronto, ve una estrella desprenderse y trazar en el firmamento una larga estela de fuego. Piensa “alguien se está muriendo” porque al igual que la niña que vendía fósforos, también a ella le habían dicho que cuando cae una estrella, un alma asciende al cielo.

Enfermedad - Alvaro Ruiz de Mendarozqueta


Comencé a leer siendo muy pequeño. Estudié bachillerato en letras y comencé una licenciatura en literatura, pero la abandoné para trabajar en una librería; duré poco porque leía en vez de vender.
Estoy enfermo de literatura, lo reconozco. Llevo meses de tratamiento pero no noto avances. No puedo reprocharte nada Isabel, y tampoco es tu culpa, me enamoré de madame Bovary. Escribo un poco en una libretita rayada usando una letra minúscula; son garabatos, apuntes. Leo todo el día, incluso cuando como. Duermo lo menos posible (hay tanto para leer). Me desespera la pila de libros que no he leído. Los guardias me obligan a salir pero me llevo libros.
Yo creo que hay una cura: los libros. Busco que la literatura, si es que llego a descubrirla, me diga por qué me enfermé y no puedo parar de leer.
Dejo la libreta, tengo que seguir.

Encuentre a Álvaro Ruiz de Mendarozqueta en: Grupo Heliconia

La reivindicación de los piratas - Gladis López Riquert


Resultaba imposible continuar trabajando en esas condiciones: con bergantines y chalupas obsoletos, las velas agujereadas, invadidos de ratas.
En el último puerto les habían prometido mayor presupuesto y salarios fijos. No le aceptaban el presentismo. La patronal argumentó que era un engaño: ¿quién iba a faltar al trabajo en plena alta mar? Cuando llegaban a un puerto tenían algunos días libres que pasaban rápido entre seducir a alguna mujer y realizar algún saqueo. Nunca lograron vacaciones pagas. Además, les cambiaban la ruta de viaje muy seguido y eso los obligaba sólo a amores pasajeros: nunca regresaban al mismo lugar.
Imposible armar una Asociación de Piratas por su inevitable condición de anónimos, ni nombrar delegados. Decidieron movilizarse y organizar un "piquete": se alinearon todos los que se encontraban en la inmensidad celeste, redujeron a los capitanes, y ahuyentaron durante horas a los tiburones al ruido de las cacerolas.

Encuentre a Gladis López en: Grupo Heliconia

miércoles, 19 de enero de 2011

El dragón a la mesa – Héctor Ranea


Desde que comía escabeche de dragón para el desayuno, había tenido cuidado de no dejar entrar las espinas de la bondiola. No eran muy grandes porque los cocineros usaban dragones terneras para ese platillo. Más cuidado, sin embargo, merecían los filetes de espada de dragón. Delicioso plato, pero peligroso.
La espada de dragón no era precisamente un arma, aunque los dragones la blandían como tal en ciertas ocasiones que tampoco podrían considerarse batallas, aunque algunas veces perdían la vida en esas refriegas.
La dieta draconiana no era la más sana para la gente, pero supimos sacar de necesidad virtud y, ante la escasez de guano de culebra debimos recurrir a los dragones para proveernos de vitaminas con niveles aceptables para la alimentación humana. En efecto, por entonces, conseguir un bocadillo de guano era prohibitivo, mientras que dragones abundaban.
Eso sí. La espada de dragón se había convertido en el plato no digamos nacional, pero sí uno muy buscado. El problema es que el dragón conserva sus propiedades intactas y la espada puede ser peligrosa si no se ingiere con cuidado. Llevársela a la boca sin ninguna salvaguardia puede ser nefasto y por eso se aconseja comer primero escabeche como para ir tomándole la maña a la contingencia.
Pero cuando una espina rayaba la encía, los problemas no se hacían esperar. O más bien, esperaban una semana al máximo y se manifestaban de mala manera. Por eso el escabeche debía ser preparado por gente sabia, el pH debía ser controlado con precisión, los metales debían extraerse con cuidado y, sobre todo, no dejar ninguna espina ni rastro de tendones. Cuando a pesar de todo ocurría el accidente, entonces ya podían prepararse para el resto. Y no era fácil.
Sobre todo, dolía sufrir el escarnio. Los paladares se convertían en llamas, la gente se reía. Y a uno, convirtiéndose en dragón, la única cosa que le quedaba era odiarlos hasta la médula. Pero el odio duraba poco ya que lo carneaban de juvenil. A menos, claro, que lo conservasen a uno para que desarrolle la espada.
En fin. Cosas del equilibrio ecológico.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Nochevieja - Javier López


Cuando subí al ascensor, la doble puerta corredera comenzó a cerrarse tras unos instantes. Pero, cuando faltaban unos centímetros para que una hoja alcanzara a la otra, se volvió a abrir. El detector de célula parecía haber captado a una persona que trataba de entrar, aunque yo no veía a nadie.
—Buenas noches —me dijo una voz incorpórea que me sorprendió.
—Esto... buenas noches. ¿Es usted el hombre invisible? —pregunté, sin saber muy bien lo que estaba diciendo.
—¡Cállese, idiota, que pueden escucharnos! —volvió a decir la misma voz.
Y ya no hablé más hasta que llegué a mi planta del hotel. El cuarto piso.
Antes de dormir pensé en lo que había ocurrido. Pero, analizando bien la situación, yo venía de tomar unas copas y era tarde. Quizá eso pudo confundir mis sentidos. Así que decidí que, definitivamente, lo que había ocurrido era producto de mi imaginación.
A la mañana siguiente salí de la habitación y volví a entrar en el mismo ascensor, para ir a la planta baja a tomar el desayuno. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, de nuevo se volvió a abrir.
—Buenos días —escuché, y otra vez volví a no ver a nadie.
Esta vez no hice caso. Supuse que sería la resaca.
Tomé el desayuno y, cuando fui a pagar, el camarero me dijo:
—Ya está pagado. Invitó el caballero de la mesa junto a la ventana.
—Gracias, señor —comencé a decir, girándome hacia el lugar en el que teóricamente estaba el gentil desconocido.
Pero allí no había nadie. Me volví hacia el camarero, tratando de buscar una explicación. El camarero tampoco estaba, ni el bar, ni el hotel, ni yo mismo.
Despierto en mi habitación. Me duele la cabeza, siento náuseas. Vaya forma de recibir el nuevo año.

Sobre el autor: Javier López

Solapadamente - Sergio Gaut vel Hartman


—Encantada de conocerlo. Sólo lamento que no…
—No importa, yo ya sabía que…
—Pero si usted nos hubiera dicho algo antes de…
—No, no, no… Eso fue cuando todavía estábamos allá. Ahora le digo que es lo mismo.
—¿Acaso hubiera sido distinto si…
—Tal vez, no lo sé. Quizá sí… pero…
—Yo creo que no. Aunque si a usted no le importa…
—Me importa, pero ya no me afecta, ¿entiende?
—Más o menos. Yo tengo… bueno… usted ya lo sabe, ¿no?
—Sí, lo sé, siempre lo supe, y la justifico, a no ser que…
—¿Se puede saber de qué hablan estos dos? —le pregunté a uno que tenía pinta de ser del Servicio Secreto—. Parecen dos conspiradores. Usted entiende de estas cosas, ¿no?
—Shhh —dijo el del Servicio Secreto—. No me ponga en evidencia. Nadie sabe que soy del Servicio Secreto.
—¿Son o no son? ¿Urden un complot o no lo urden?
—Para nada.
—¿Entonces? ¿Por qué hablan en acertijos?
—Son los personajes de una microficción experimental.
—¿De qué microficción me está hablando?
—¡De esta, hombre! ¿Es estúpido o qué?

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Otra vida - Pablo B. Polaina


Asustado y repentino desperté y encendí la luz, miré a mi alrededor, observé toda la habitación, escudriñé cada rincón en busca de algo que me fuera extrañamente familiar. Estaba solo. Me levanté aún tembloroso, me dirigí a la ventana y descorrí la cortina, frente a mí la noche aún avanzaba sin prisas, y toda la ciudad y su emjambre de titilantes luces se desparramaba fantasmagórica y onírica hasta perderse en el horizonte y la absoluta oscuridad. El corazón me latía deprisa, mientras yo intentaba entender aquel lugar, aquel instante, aquella fotografía. Finalmente me armé de valor y aún confuso acepté el desafío. Sigilosamente me vestí, me enfundé una vieja cazadora, y llené una pequeña mochila con las pocas cosas que encontré y supe mías. Salí de puntillas de aquel piso, cerrando la puerta lentamente tras de mí, para no despertar a nadie. Me había equivocado de vida.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/

Oportunidades que se desvanecen – Cristian Mitelman


Un hombre compra un paquete de cigarrillos y recibe un vuelto de dos pesos. Al guardarlo, nota que está escrita la fecha de su nacimiento. Debajo de esa coincidencia, hay un número telefónico.
Ya en el subte, nuestro hombre estudia las dos secuencias y verifica que responden a una misma mano.
¿Tiene algún sentido llamar? ¡Tantas personas nacieron ese mismo día!
Pasa una semana. Se resiste a abandonar el billete, lo que es absurdo, porque ya ha aprendido de memoria el teléfono. Cierta noche se desprende de él y decide hacer el llamado. Lo atiende una mujer (no sabe por qué, pero intuye que es hermosa) e intenta explicarle lo que le ha ocurrido. Las palabras le salen de un modo confuso; la mujer cuelga.
Se siente ridículo y decide olvidar (o intentar olvidar el asunto). Pero no lo consigue.
Un mes después, con un temor reverencial, llama nuevamente. La situación se hace más patética: atiende un hombre. No había pensado en esa posibilidad. De nuevo asume el argumento, aunque esta vez es un poco más claro. Por fin obtiene una respuesta:
–Yo también tuve en mis manos ese billete –le dicen–. Llamé a este número y narré la historia, pero habré sido más convincente, ya que la mujer accedió a encontrarse conmigo. Claro que le he mentido, ya que le dije que la fecha coincidía con la de mi cumpleaños…
–¿Y no es así?
–Claro que no. Pero ella es feliz conmigo y no tiene por qué enterarse. Sé que estamos entre caballeros.
Terminan el diálogo. Nuestro hombre siente que alguien ha usurpado su lugar. Y no hay forma de remediarlo.

Sobre el autor: Cristian Mitelman

El Creacionista - Claudia Sánchez


Tengo un sueño muy recurrente por estos días: sobrevuelo la tierra de sur a norte. Allí, los sentidos se distorsionan y tanto puedo ver al planeta entero, como a las piedras del fondo del mar. Puedo doblar la línea del tiempo, hasta hacer que sus extremos se toquen y formen un círculo sin principio ni fin. Y en esa rueda, sobresalen siete ángeles con siete candelabros en las puertas de siete iglesias, quemando siete sellos que desatan siete plagas que destruyen toda vida sobre la tierra. Y veo también a doscientos millones de jinetes inmaculados que son salvados y transformados para el inicio de una nueva era. Y los veo nadando en un magma blancuzco, luchando por alcanzar la luz que los volverá a la vida. Entonces, en dominio de un poder absoluto, contengo el aliento y despierto. Acabo exhausto. Sé que la única manera de terminar con estos sueños es empezar de una vez con La Creación. Un día de éstos.

Sobre la autora: Claudia Sánchez

lunes, 17 de enero de 2011

Dormir solo - Alejandro Bentivoglio


Sueño con la idea de que alguna vez estaré despierto. Pero todo no hace más que conspirar en mi contra y no dejo de caminar entre almohadas y frazadas que incluso parecen gemir de satisfacción cuando paso por encima de ellas. Del cielo oscuro llueven plumas de ganso, llueven fragmentos de colchones.
Llueven sábanas que me incitan a seguir en la eternidad de los párpados cerrados. Pero en el horizonte, la frontera de tu cuerpo sigue sin aparecer por ningún lado.

Remontadores de sueños - Liliana Mabel Savoia


La mañana recibe unas figuras enfundadas en trajes de terciopelo. Son los remontadores de sueños. Remolcan la pesada carga desde una cuerda que los une como un ambarino cordón umbilical. Llevan los nimbos cargados de pesadillas y alucinaciones hacia el lugar de almacenaje para ser clasificados. Nadie ha descubierto el sitio donde finaliza el viaje. Los sueños, en una tortuosa simbiosis matemática, se emparentaron con las fracciones continuas y alternadas tomando valores de lapsos arbitrarios. Los soñadores despiertan angustiados y sudorosos, implorando que no se repitan. Sin embargo, los ensueños, empecinados, se anclan a sus mentes. Los remontadores, ajenos a la angustia de sus dueños siguen con la faena de arrastrarlos soportando temblorosos el peso de las visiones.

Agnóstico – Antonio J. Cebrián


Inasequible al desaliento, San Pedro se acercó a Dios y expuso una vez más su petición en tono de súplica:
—Señor, mira a los hombres; te rezan y se sacrifican en tu nombre. Hay varios cataclismos que asolan el planeta… ¿No vas a intervenir para ayudarles?
—¡Déjame en paz de una vez! —respondió Dios—. ¡Ya te he dicho que soy agnóstico y no creo en todas esas tonterías sobre “hombres”!

Sobre el autor: Antonio J. Cebrián

Urdimbre - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Había tantos hilos en las tramas que el escritor decidió diversificarse. Por un lado se puso a recolectar cuentos; por otro poesía y por último, con los que le sobraban, enhebró collares, ristras de aromatizantes, cacharros para comer sopa, analizadores de espectro para laboratorios de análisis clínicos y hasta pensó en tejer alfombras voladoras. Lástima que semejante diversidad terminó alertando al Programa Holmes & Watson del FCBIA. Llegaron de noche, lo ataron con sus propios hilos y lo confinaron en una celda de la prisión lunar Armstrong. No lo van a juzgar, claro, pero en un informe reservado aseguran los expertos en desencriptación que muchos de esos hilos llevan a la residencia secreta del Presidente de los Estados Unidos, en los Adirondacks y otros terminan en los calzoncillos del papa. No se pueden correr riesgos con los ficcioterroristas.

De no creer – Nanim Rekacz


Las reinterpretaciones de las Profecías Mayas, de Nostradamus, de San Malaquías y del Armagedón, coincidieron. Las religiones, alarmadas, dieron el alerta. Los gurúes y los que escriben horóscopos, reconocieron el hecho de manera contundente.
Desde los druidas a los mazdeístas, desde los pragmáticos liberales a los marxistas, desde Marcelo Tinelli a Julián Assange, todos se hicieron eco de la noticia.
La Convención Mundial de Científicos lo ratificó y los gobernantes dieron sus postreros discursos.
La humanidad se preparó para el Final de los Tiempos.
Menos los cristianos hispanohablantes.
Es que el pronóstico para el Fin del Mundo caía 28 de diciembre.